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31/10/2021

Especial: Día de los muertos

La noche más corta

   —Mi amor. 

   Leo intentó ignorarla de la manera más elegante que se le ocurrió. Sabía lo que iba a decir, lo que le iba a pedir. Aunque era cuestión de tiempo antes de que tuvieran que enfrentarse, él iba a hacer el mayor esfuerzo posible para demorarlo cuanto pudiera. Se levantó del sillón de la sala y se dirigió a la cocina. Oyó sus pasos y abrió el refrigerador para no tener que verla. Debajo de la puerta aparecieron los tacones de Lucía. 

   —Estuve toda la mañana intentando destrancar la bañera, pero sigue inmunda. Y todavía no has comprado el destapador de cañerías que me dijiste que ibas a buscar. 

   En realidad no recordaba haber prometido nada parecido. Cada uno había hecho comentarios cada vez más ácidos sobre el nivel del agua, que había ido subiendo mientras todavía se dignaban a ducharse ahí. La habían dejado de usar ayer, ahora que había un pozo en el fondo donde podían sumergir sus pies, aunque habrían esperado menos si no hubiera sido la semana más calurosa del año. 

   Ella tomó la puerta de la nevera y la cerró, dejándolo al descubierto mientras fingía un gran interés en los ingredientes de la mostaza. 

   —Leo… 

   Esta no era cualquier mostaza. Estaba hecha artesanalmente por los campesinos de la frontera del país.

 

   —Leo, por favor. 

   —Hoy tenía planeado empezar con el programa del festival de este fin de semana. Eso puede esperar hasta más tarde. 

   —Mi amor, tengo que salir ya. Voy a volver a casa en la noche para arreglarme, que tengo que cenar con un cliente y estoy segura de que voy a volver sudadísima. 

 

   Leo puso la mostaza al lado de los cubiertos del almuerzo, los que a ella tendría que haber fregado hoy, y volteó para verla a través del velo de pelo que ya casi cubría sus ojos. Estaba muy guapa, como cuando quería, con sus tacones altos, su chaqueta apretada que le hacía sentir como una ejecutiva, el cabello apretado en un moño y media botella de perfume que se debía haber echado encima. Él seguía con la camisa vieja que usaba para dormir y las pantuflas raídas, una de las cuales tenía un hueco en la suela que había aparecido poco después de que había comenzado a trabajar en casa. 

 

   —Estoy contando contigo para que esté listo cuando llegue. No puedo estar con gente así como ando.

 

   Ella se acercó para darle un beso. Él no pudo evitar musitar entre dientes. 

 

   —Eso no te parecía importante cuando estábamos nada más los dos en casa. —¿Qué dijiste? 

   —Nada, no importa. 

   —Me tengo que ir. Te quiero. 

 

   Sin esperar su respuesta, Lucía recogió su cartera y se dirigió al corredor para salir. Leo forzó un suspiro, pero ella ya había cerrado la puerta antes de poder escucharlo. 

   El baño estaba a un par de pasos de la sala, igual que la entrada, la cocina y los dormitorios. Cuando abrió la puerta, un tufo potente invadió el diminuto espacio del apartamento. La ventana del baño estaba cerrada, y la humedad le golpeó como una cachetada. Después de abrirla, revelando los edificios que rodeaban el suyo, salió para esperar a que se descongestionara el aire. Respiró hondo antes de volver a entrar y una vez más antes de correr la cortina. 

   Se había formado un pequeño pantano en la tina. La suciedad del agua se había mezclado con el jabón que estaba pegado al suelo de la bañera, dejando burbujas grises sobre la superficie turbia. Sintió un profundo escozor en su nariz, que parecía protestar por el maltrato. En su garganta nacía sin vida un grito de espanto, una respuesta visceral a sus deseos de alejarse y empezar a diseñar el volante que requería su atención. 

   Sin embargo, ahí se quedó, esperando sin saber a qué. Una de las burbujas reventó, dejando una estela mugrienta. Se lavó las manos, restregando con cuidado el jabón, dándose cuenta a lo largo del procedimiento de que era un gesto inútil. Luego se arrodilló al lado de la bañera y se amarró el cabello con una liga. Cerró los ojos y metió la mano, causando un sonido leve y pesado al atravesar el agua. 

   Podía sentir los sedimentos que saltaban en el fondo y se volvían a posar sobre su mano. Entre sus dedos se enredaba un musgo suave y baboso que no podía ver. No pudo aguantar la grima y se alejó antes de poder hacer nada. Un marrón rojizo lo coloreaba desde la punta de los dedos hasta la muñeca, como si la piel se hubiera irritado. Debajo de las uñas tenía mugre negra. 

   Sacudió el brazo un par de veces. En la pared de cerámica amarilla y pálida aparecieron gotas con el color del óxido. Cerró los ojos y respiró hondo, intentando superar la repulsión. Mejor salir de esto cuanto antes, se repetía en una voz inaudible. Mejor salir de esto cuanto antes. Volvió a meter la mano, buscó la cosa peluda que tapaba el drenaje y tiró. Se resistía, estaba enmarañada. Tiró con más fuerza y sintió cómo se rompían las fibras que la amarraban hasta que la arrancó del desagüe. La violencia del movimiento dejó el suelo lleno de pequeños charcos.

   En su mano tenía un cúmulo de pelos pegados entre sí, con nudos y rizos pegajosos que goteaban limo sobre la cerámica. Parecía una cosa viva, con tentáculos que colgaban inertes de un bulbo amorfo. Era lo más asqueroso que había visto en su vida. Inmediatamente pensó en Lucía, y dejó encima del lavamanos para que lo viera al llegar. No quería hacerle frente, pero de esta manera ella sabría que él la culpaba por este inconveniente. Ya había aparecido un pequeño torbellino en el extremo de la bañera, encima de la rejilla circular. Prendió la ducha para que corriera agua limpia cuando se vaciara y remojara el suelo. 

   Pero una vez que estaba sentado en el escritorio, las ideas que estaba esperando no parecían llegar, incluso después de terminar con su tarea doméstica. No hacía sino garabatear mientras el sonido de la ducha continuaba, atenuado por la puerta cerrada. Se levantaba, se volvía a sentar, se rascaba la cabeza, hacía ejercicios de estiramiento, tarareaba alguna canción de antes de su matrimonio. No podía pensar con aquel calor de junio. Su pulgar derecho se dirigió al anular, buscando el anillo de matrimonio perdido en la playa hace tres años. Se le escapó un resoplido al recordar la pelea de aquel día y luego se acostó en el suelo para probar técnicas de respiración de cuando era oficinista. Pero seguía sin ocurrírsele nada. ¿Quién le había mandado a buscarse la vida en el sector creativo? Si no hubiera tenido que ocuparse del desastre en el baño, seguro que por lo menos tendría algo adelantado. Era mejor creerse algo así que admitir que tampoco habría avanzado mucho más sin tales distracciones. 

   Sus pensamientos se volvieron a dirigir a su esposa. 

   Pensaba que ya se había calmado después del intercambio que habían tenido en la tarde hasta que empezó a sudar en frío, las gotas de perspiración pasando entre las arrugas de su ceño fruncido como atravesando un laberinto de carne. El latido de su pecho se exacerbó, protestando entre los espacios de sus alientos. A Leo se le ocurrieron mil palabras negras y escamosas para recibir la llegada de la mujer con la que compartía su lecho, que andaba quién sabe dónde y quién sabe con quién. Él estaba bien antes, quejándose todos los días, pero con un horario y un sueldo fijo, antes de que ella insistiera en que hiciera todo lo que decía que quería hacer. Claro, ella seguía en ese mundo de reuniones semanales y aumentos de salario, pero por lo menos él podía decir que no dependía de nadie, ¿no? 

 

   El sonido de la ducha se apagó en un momento. El silencio repentino hizo saltar a Leo de su asiento. El estilógrafo se cayó al suelo y se partió. Estuvo quieto unos momentos, intentando escuchar algo más. 

 

   —¿Lucía? 

 

   Nadie contestó. Salió del cuarto y se dirigió a la puerta del baño. Parecía que el ruido de la calle se había cortado como si alguien lo hubiera apagado. Apoyó la mano en el marco de la puerta.

 

   —¿Aló? 

 

   Esperó un minuto que pasó arrastrándose y empujó la puerta con suavidad, asomándose poco a poco. La tina estaba desbordándose, faltaba poco para que todo el baño quedara inundado. Ahogó un gemido y fue a la cocina a buscar un balde. Al volver, ya el agua se había vuelto un espejo opaco, reflejando las últimas luces de la tarde. Cuando metió el tobo, el agua se derramó y le mojó las pantuflas. Disgustado, se las quitó y las colocó en la ventana. Luego vació el tobo lleno en el lavamanos, pero no sin antes retirar los pelos pegados que reposaban ahí y tirarlos a la basura, no fuera a ser que se atascaran ahí también. Repitió la operación sin pensar en lo que había pasado ni en lo que tenía que hacer, perdiéndose en la mecanización de sus movimientos. Los brazos enjutos ya le dolían cuando faltaba poco menos de la mitad de la bañera, pero siguió llenando y vaciando, llenando y vaciando. 

   Cuando terminó, quedaba una fina película opaca en el fondo que no terminaba de desaparecer. En todo caso, reflexionó Leo, la obstrucción estaría en una sección más profunda de la cañería. Salió del baño y volvió con un destornillador, pero comprobó inmediatamente que era demasiado grande para los tornillos de la rejilla. Tal vez debería comprar una caja de herramientas. Quiso fijar esa idea para acordarse más tarde, pero al rato se le volvería a olvidar. 

   Era probable que hubiera varias formas más fáciles de hacerlo, pero él insertó el destornillador en uno de los agujeros de la rejilla de metal y empezó a hacer fuerza con la palanca improvisada. La rejilla se resistió al principio, y Leo empezó a apoyarse con su propio peso. En un segundo, un chasquido resonó en el espacio reducido del baño. Leo cayó de cara en la tina y la rejilla salió disparada por encima de las cortinas y por la ventana. El ruido apagado de su choque contra la bañera apenas se escuchó en la calle desde el sexto piso. 

   Leo se levantó con la cara y el pelo sucios. Lo que más le enfurecía era no saber dónde poner toda su rabia. Se secó con la camisa y la tiró al pasillo junto con el destornillador. Metió dos dedos en la abertura, intentando destaparla. Los bordes húmedos se deshacían cuando los raspaba. Al cabo de unos minutos había varias costras negruzcas tiradas en el suelo del baño y sus manos habían adquirido un olor avinagrado. El agua borboteaba con dificultad a través de la abertura. Cuando el sol se puso detrás de los edificios contiguos, las sombras cubrieron su apartamento antes de que terminara el día para el resto del mundo, como siempre. Él prendió la luz, resignado a continuar su tarea en medio de una noche prematura. 

   Tomó un gancho de alambre del armario de su cuarto y lo dobló con cuidado. Ahora, armado con un garfio improvisado, volvió a inclinarse sobre la tina. Introdujo su nueva herramienta como un anzuelo rígido, buscando cuerpos extraños que pudieran seguir atascados en la tubería. Cuando la punta rascaba las paredes de la cañería, sonaba como si alguien desgajara un pedazo de pan duro con uñas mugrientas 

   rrrrrkkk 

   rrrrrrrrkkkkkk

mientras seguía sacando escaras oscuras. 

   La punta se enganchó de repente. Leo jaló un poco, pero hacía falta más fuerza para desatascarla. Suspiró y formó un ángulo recto doblando el cable por el extremo que sostenía. Entró en la bañera, apoyó los pies a los lados del agujero y empezó a tirar. El alambre se le clavaba en la piel de los dedos. Cuando pensó que se los iba a cortar, el garfio salió súbitamente, haciéndole perder el equilibrio. Estaba empezando a sonreír por este triunfo mínimo cuando sintió un temblor en el baño, suave en un principio, pero que iba aumentando en intensidad. Leo volteó hacia el espejo para verse a sí mismo estirándose y encogiéndose en la superficie, con una cara que no reconoció, en la que se leía un miedo abyecto. Así como empezó, cesó de pronto el terremoto. Leo se apoyó en la pared para sostenerse, pero luego se sintió tonto por haber esperado a que ya no hiciera falta. Al verse las manos, notó las líneas rojas que brillaban alrededor de sus dedos. Su instrumento metálico había salido volando, chocado con la pared del baño y rebotado hacia afuera del baño. El pasillo estaba oscurecido, y Leo apenas podía ver la puerta de entrada cuando salió. Pero la punta del gancho estaba llameando con un destello débil. Tenía una molla clavada que se disolvió al tacto del dedo de Leo, dejando solo unas gotas centelleantes que radiaban como plata sucia. 

   A lo largo del departamento se oyó un sonido áureo, como una campanada fantasmal, que siguió resonando hasta que Leo se acercó y se dio cuenta de que salía del drenaje. Antes de tentar su suerte de nuevo, tuvo un momento de duda. Pero cuando la curiosidad superó su temor, metió el gancho con cuidado, hundiendo y jalando con paciencia hasta que sintió que había pescado un objeto de muy poco peso. Algo fino y metálico que tañía cuando chocaba con las paredes estrechas del desagüe. Lo arrastró con dificultad hasta la superficie, pero cuando lo sacó, se le escapó rodando hasta el otro lado de la bañera, donde dio un par de vueltas sobre sí mismo antes de quedarse quieto. Sin poder creerlo, Leo lo tomó e inspeccionó la inscripción que tenía adentro, sosteniendo el aliento. 

 

   No hay nada más fuerte 

 

   No había duda. Era su anillo de matrimonio, el que pensaba perdido para siempre en el mar. Leo sintió un peso en su estómago. Pensaba en todo lo que podría estar preguntándose, pero no se le ocurría nada. Lo único que quería saber era qué seguía escondiéndose en la cloaca de su baño, que lo llamaba con un susurro inaudible. Leo se acercó con lentitud y se asomó, volteando la cara para poder ver con un sólo ojo. 

   Por unos segundos no pudo discernir lo que vio. Estaba seguro de que había algo ahí, oculto entre sombras, pero las formas que ahí se albergaban no se parecían a nada que hubiera visto antes. Paralizado, Leo comprendió que la cosa que veía estaba viva, y que era lo más gigantesco que había visto en su vida. Una figura con aspecto acuoso se expandía hasta lo imposible, ocupando un espacio que parecía infinito a través del pequeño agujero. Varios dedos alargados, que no parecían articularse entre sí, cruzaban unos delante de otros en movimientos que abarcaban extensiones incalculables. Estaba cubierto de estrías que brillaban tenuemente, como si estuvieran chorreando aceite. Casi oculto por estas extremidades, un núcleo gigantesco, un encéfalo envuelto en una corteza violácea a través de cuyas grietas se asomaba una membrana húmeda. Sin ojos ni nada que pareciese pertenecer a un rostro, entre límites que no se ajustaban al ojo desnudo, el ser parecía inflar y arrugar sus innumerables extremidades. 

   Y sabía que alguien lo estaba mirando. 

   Leo gimió con debilidad. Esta anatomía absurda ocupaba la totalidad de lo que veía a través de la abertura, y su esfuerzo no le alcanzaba para comprenderla. A medida que se movía, la… ¿cómo llamarla? la presencia parecía desplazarse a través de espacios borrosos que no podían existir debajo de un baño corriente. Uno de sus apéndices interminables parecía estar contraído, sus pliegues acentuándose en toda su extensión. Leo forzó la vista y notó un punto brillante del que manaba un hilo de miasma plateado. Era el mismo color que estaba pegado al gancho de ropa. Cuando comprendió su agresión, a Leo no se le ocurrió otra cosa que decir en voz baja: 

 

   —Disculpa. 

 

   El piso vibró y un ruido de piedras chocando retumbó a través de los cimientos del edificio con un ritmo irregular. Se estaba riendo, la muy condenada. 

 

   La presencia le mostró cataclismos cósmicos y colisiones celestiales que había observado desde antes que apareciera la vida en los planetas. Columnas de fuego que parecían monumentos salían disparados de planetas que colapsaban sobre sí mismos. Nada de eso le había hecho daño, y todo lo que Leo conocía se volvería polvo antes de que algo tan mínimo lo amenazara. 

 

   Por un segundo, Leo sintió el peso de la eternidad. Si alguno de aquellos apéndices se hubiera movido en su dirección, podría haber derrumbado todos los edificios que se encontraban hacinados en su cuadra. Aquella cosa le estaba hablando sin palabras, con una expresión directa hacia su entendimiento. Y le había dicho que no se preocupara por lo del gancho. 

   Él se encontraba paralizado, incapaz de darle sentido ni medida a lo que veía. Su consciencia se encontraba en comunión con aquello que había hecho su morada dentro del edificio. A pesar de su anonadamiento, otro ente lo alcanzó a través de su memoria. Se concentró para volver a dirigirse a la presencia. 

 

   —Pero sí necesito que desocupes la cañería para hoy. Es un poco urgente, de hecho. 

 

   ¿Acaso Leo sabía cómo había llegado ahí? ¿Había contado cuántas estrellas habían muerto a su paso? ¿Dónde estaba Leo cuando la oscuridad tocaba todos los rincones del cosmos y la presencia se movía libremente entre el cielo y las aguas? Tendría que ignorar sus propios ojos

para pensar que tenía derecho a exigir tales cosas a lo más cercano a una divinidad que iba a conocer en su vida. 

 

   —No te lo digo por mí. Es mi mujer, que no puede bañarse si andas tapando. Y también es raro que te sepas mi nombre. 

 

   La vecina de Leo llevaba varios minutos con la oreja pegada a la pared, que era tan delgada que se hubiera derrumbado si ella no hubiera tenido tanta experiencia en la práctica. Estaba segura de que el muchacho se había terminado de volver loco después de todas las discusiones con su joven esposa, por mucho que intentaran llevarlas a cabo sin gritar, obligando a su pobre vecina a esforzarse en entender lo que decían para averiguar el estado de su matrimonio. Había escuchado golpes y ruidos, y ahora el hombre hablaba desde su baño, donde era más fácil escucharle, pero nadie le respondía. 

   Se levantó y fue a la cocina, donde encontró un vaso de vidrio que llevó corriendo a su sala para pegarlo contra la pared y escuchar con mayor claridad. Justo en ese momento escuchó cómo el joven daba las gracias a alguien por apagar el agua de la ducha y por un anillo. Escandalizada, la vecina aguzó el oído, pero seguía sin escuchar a más nadie. Pensó que tal vez estaba hablando por teléfono hasta que oyó una pregunta: “¿Entonces qué haces aquí?”. Apretada contra la pared, escuchó como Leo explicaba que aquel día era el más largo del año y que todavía quedaban un par de horas de luz en el exterior. Tras un par de minutos de silencio, la vecina estuvo a punto de separarse cuando escuchó a Leo riéndose. Recuperó su postura encorvada a tiempo para escuchar a Leo volviendo a hacer preguntas: “¿Por eso es que no puedes salir? ¿Como va a ser enemigo tuyo el sol?”. Entonces, el pudor superó la curiosidad de la mujer, que volvió a la cocina preguntándose cómo iba advertir a la joven del apartamento de al lado que su marido había perdido la cabeza. Sin revelar su indiscreción, por supuesto. 

   Dentro del baño, el eco de la voz de Leo rebotaba contra la cerámica y se escapaba por la ventana sin más fuerza que la de una flatulencia. A pesar de la incomodidad de su postura, él seguía mirando por el desagüe, como hipnotizado por la forma inmensa y viva que se escondía en las cañerías de su baño. Se había perdido en la voz que no era voz de la presencia hasta que se le ocurrió preguntarle cómo se sentiría ser algo parecido a ella. 

   La presencia se mantuvo en silencio mientras Leo sentía que pasaba un año entero. La oscuridad de su dominio latía con un ritmo cada vez más pausado. En un mundo que parecía nacer en ese mismo instante, unos colores inimaginables surgieron entre los hilos impenetrables de negrura. A partir de la nada se formaron infinitas cadencias de sonidos suaves, retintineantes, irreconocibles, que llenaban el aire de gozos que no parecían terrenales. La presencia relajó sus extensiones, parecía estar volviéndose transparente. Su reposo disolvía sus alrededores, pero en vez de desaparecer, le daba vida a todo lo que le rodeaba. Este paisaje parecía, a falta de una palabra mejor, una invitación.

   Sin darse cuenta, Leo levantó la cabeza. Tenía el cabello mojado y un calambre en el cuello. Se levantó y estiró los brazos. El cuarto volvía a llenar su campo visual, pero las estelas de aquellas visiones seguían tatuadas en su retina, y la inversión de sus tonalidades antinaturales teñían las paredes, como si sus ojos se hubieran acostumbrado y estuvieran tardando en recuperarse. Sentía una paz como la de un niño que no tiene nada que hacer en una tarde de verano. Aquel contacto había vaciado sus pensamientos, cuyo espacio estaba ocupado por la negrura de otras realidades. 

   Pero luego empezó a recordar quién era y todo lo que le rodeaba. Después volvió a pensar en su familia, su esposa, sus amigos, el trabajo que le esperaba pacientemente en el escritorio con una fecha de entrega. En la boca del estómago sintió un ardor que conocía de antes, y le faltó el aliento. ¿Cómo podía volver a vivir en la tierra después de conocer las tentaciones de la eternidad? ¿Qué podía hacer ahora, rodeado de panfletos y responsabilidades, cuando el conocimiento de aquellos mundos infinitos era mucho más que todo lo que creía conocer? Le parecía que su cabeza iba a reventar. 

   Tal vez podría dejarlo todo atrás. Tal vez ni siquiera se trataba de una decisión demasiado dificil. Frente a la consciencia de una existencia de tales magnitudes, su propia vida le parecía pequeña, insignificante y difícil, y no se le ocurrían demasiados motivos para continuarla. En todo caso, ¿qué podía ser más fácil que ser inmortal? Leo se volvió a inclinar sobre la abertura de la bañera y dijo en una voz muy baja, casi con un suspiro: 

 

   —Quiero ser un dios. 

 

   Y uno de sus dedos lo tocó. 

   Lo primero que notó Leo fue que se volvía más pesado, muchísimo más pesado. Cuando Leo sintió que se le iba a escapar el ojo con el cual observaba la apertura en el suelo de la bañera, se levantó con dificultad con la cabeza agachada. Entonces vio cómo los dedos de sus pies desnudos se estiraban hasta dislocarse al dirigirse al drenaje. El dolor relampagueó a lo largo de sus piernas e hizo que cayera sobre su trasero. Apenas pudo ver que sus pies se habían vuelto tan delgados como hilos que se tensaban mientras los jalaba una fuerza invisible desde la cañería. Era como si todo su peso respondiera a una gravedad anormal que nacía en el agujero tan mínimo, tan negro, en el extremo de la bañera. Sus brazos se extendieron en la misma dirección, partiendo sus codos por la violencia del movimiento. Leo gritó, un sonido débil en comparación a los chasquidos que generaban sus articulaciones, e intentó hacer fuerza para cerrar sus puños y llevarlos a su pecho, como intentando sacarlos de una trampa, pero los dedos de sus manos ya se habían vuelto tan largos y delgados como tallarines al acercarse tanto a la abertura. 

 

   Doblado de tal forma, Leo aullaba como un animal mientras se estiraba de la manera en que a veces lo hacía su esposa en sus estiramientos mañaneros, intentando agarrar sus pies sin doblar las rodillas. Pero a Lucía nunca se le había partido la espalda mientras intentaba recuperar su postura. Leo sentía que los dientes se le iban a quebrar por apretar tanto la mandíbula a la vez que sus rodillas y muñecas ya se encontraban dentro del drenaje. Fue entonces cuando todo se le hizo negro. El dolor se apagó en un instante, desplazado por un temor inefable. Los ruidos de sus huesos rompiéndose y sus ligamentos reventándose fueron cubiertos por un silencio gigantesco, tan denso que devoraba el espacio y el tiempo y los compactaba en un único punto. Él había dejado de tener un cuerpo y un nombre. Nunca había llegado a nacer, y jamás moriría. Pero dentro de aquella quietud no estaba solo. Compartía esta dimensión mínima con titanes que lo observaban con curiosidad y, al cabo de varios siglos, con indiferencia. Entre bocas y tendones, los infinitos colosos informes transitaban entre sombras sin dirección ni rapidez, como se mueve la tierra. Pero cada vez se acercaban más. Él no tenía la fuerza para desplazarse en las tinieblas ni el entendimiento para saber cómo atravesarlas, solo podía ver cómo el espacio a su alrededor se iba encogiendo con lentitud. Y cuando llegó el momento en que estaban a punto de tocarlo, escuchó las voces. Las risas. Y no pudo ni siquiera gritar. No sabía cómo hacerlo. 

 

   Cuando Lucía llegó al apartamento, adivinó que la puerta del baño estaba abierta por el olor que le golpeó como una cachetada al entrar. Dar una vuelta por todos los cuartos tardaba menos de dos minutos, pero de todas maneras revisó hasta cuatro veces en todo el apartamento antes de aceptar que Leo no estaba en ninguno de ellos. En el pasillo estaba había una camisa tirada en el suelo, la misma que llevaba en la mañana, junto a un destornillador. En la ventana estaban colgadas las pantuflas húmedas. La bañera estaba prácticamente vacía, pero el agua empezó a acumularse en el fondo apenas prendió el chorro. Tuvo que terminar de ducharse sin lavarse el cabello porque ya el agua alcanzaba sus tobillos.

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