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08/07/2020

Especial: Cuentos de verano

Nombrar la ausencia

    Cinco disparos al aire.

    Y Santi corrió por el monte desde que escuchó sus pasos. 

    Llevaban cadenas de oro colgando del cuello.   

 

    Se acercaban. 

 

    No sabía cuántos eran. 

 

    ¿Dos? ¿Tres? ¿Cinco? 

 

    Más tiros. 

    Ya tenían el carro, ¿qué más querían de él? 


    Volteó.

    Estaban armados.

 

    Siguió corriendo hasta que tropezó con una zarza y todo se oscureció.   

    En la madrugada del veintiséis de abril los padres de Santi reciben una llamada misteriosa.

    “Tenemos a su hijo”.

 

    Silencio. 

 

    Y luego cuelgan. 

 

    La madre de Santi nunca supo cómo murió su hijo. 

 

    Tampoco el padre de Santi supo cuándo murió su hijo. 

 

    El cuerpo había sido hallado una semana después de la llamada.

 

    Las fechas no son importantes si no les otorgamos un nombre.

 

    El tres de mayo la policía informó que lo habían encontrado en la Carretera Regional del Centro. 

 

    El rostro no era identificable. 

 

    No había paz alguna en su cuerpo.

 

    Lo único que pudieron decirles a los padres de Santi fue que hallaron en el brazo huérfano el nombre de una mujer. 

 

    “Bárbara”. 

 

    “¿Quién era?”

 

    “No lo sé, señora”.

 

    “¿Puedo ir a verlo?”.

    “El cuerpo está muy descompuesto. Hemos tomado fotos. No está en condiciones para ser visto”. 

 

    Antonieta fue con su marido.

 

    Tenía atragantadas las lágrimas.

 

    Cuando llegó a la sede del CICPC en Boleíta, le temblaban las piernas. 

 

    Quería abrazar a su hijo, pero no le dejaron entrar a ver el cuerpo.

 

    Le mostraron las fotos. 

 

    Solo le quedaba el brazo izquierdo.

 

    Y el otro reposaba a su lado. 

 

    Allí seguía la cicatriz que se hizo a los diez años cuando se cayó de la patineta en el boulevard de Sabana Grande.  

 

    En el hombro estaba el tatuaje.

 

    En tinta azul oscuro.

 

    Bárbara.

 

    Caligrafía palmer.

 

    Al lado de la última A, había una rosa y un tetero pequeñito.

 

    También de color azul.

 

    Antonieta acercó su foto al pecho.

 

    Y comenzó a llorar.

 

    Juan la rodeó en brazos. 

 

    No era el nombre de una mujer, sino de una niña. 

 

    Allí, viendo las fotos del cadáver de su hijo se enteraron de que no solo ellos habían sufrido una pérdida.

 

    En vida, Santiago tenía una mirada triste.

 

    No era por los ojos, ni la expresión en el rostro.

 

    Es que a veces llevamos tatuados en la cara la ausencia. 

 

    Y otras tatuamos en la piel su nombre.  

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