Después de mi último libro publicado, Las casas se caen en verano, por editorial Graviola, logro cerrar y firmar contrato por una novela con la que llevo años dando vueltas. Si esta última publicación que menciono me sirvió para romper los años de silencio en la poesía, y lanzarme de nuevo con los versos, la novela que comento romperá, en cuanto salga, los años de silencio en prosa. ¡Qué raro! Hablo de años de silencio cuando tengo la impresión, en verdad, de no callar nunca, de no parar nunca (ni siquiera en vacaciones), de no dejar de escribir nunca. Supongo que hablo de la discordancia que hay entre la escritura y la publicación, ese tiempo muerto, tiempo eterno, que pasa entre acabar el texto y encontrarle una casa.
Mi próxima novela tenía un título diferente al que luego le puse y con el que la presenté en la editorial que aceptó el manuscrito. Se llamaba Como en casa. Una novela sobre todas las casas que no son mis casas, sobre todas las casas que fueron mis casas, sobre todas las mudanzas, sobre todas las huidas, sobre todos los abandonos, los destierros, los desarraigos, las construcciones y los derrumbes. Sobre techo y suelo, sobre todo, sobre nada. Entre cuatro paredes, o entre todos los espacios de la intemperie. Pienso ahora que podría ser entre pieles, no paredes, y tres, esas tres capas que aprendimos que nos cubren. El cuerpo como casa, quizá.
Escribí en la novela: “[...] lo ajeno y lo propio se debatirán a duelo y no vencerá nadie si y solo si lo indecible es la intemperie (es decir, si la escritura –a pesar del refugio–)”. Y cien páginas después, esto otro: “[...] casa y cuerpo se debatirán a duelo y no vencerá nadie si y solo si lo indecible es la propia obra (es decir, si la escritura –a pesar de lo ajeno–)”. Acabé de escribirla (en una casa ajena) y el dueño de casa quiso saber cómo se llamaba. Cuando le dije el título, me preguntó si el “como” era una comparación o una acción, del verbo “comer”. Luego me avisó que almorzaba fuera (“hoy no como en casa”, quizá dijo).
Pienso en la expresión “sentirse como en casa”. Creo que intenta expresar cierta equivalencia o igualdad (que te sientas de igual modo a como te sientes cuando estás en tu propia casa), pero al fin no hace más que abrir la herida de la diferencia, de la simulación (es cierto, no es tu casa, no estás ahí, pero haz como si... te concedo la posibilidad de esa performance). Cuando escribí “Como en casa” (y lo pongo entre comillas porque me refiero a cuando escribí el título, no toda la novela) pensé en la impostura, en la impostora. ¿Qué otra cosa es la extranjera, la migrante, sino una especie de huésped, de visita, que es invitada al como si? Esa mujer que llega al nuevo territorio, sola con su cuerpo, con la epidermis, la dermis y la hipodermis, a buscar refugio, una piel que a pesar de no quitarse nunca la intemperie de encima, encuentra las cuatro paredes si no de la casa, al menos de la obra, o de la casa en obras, o de la obra en casa.
En el libro La impostora de Nuria Barrios leo: “[...] rompí a llorar en la cocina, el centro nuclear de la vida familiar, el estómago de la casa”. ¿Es por eso que mi título podía referirse al verbo, a la comida? El eje del interior de la casa, y todo lo demás disperso, desparramado, satelital, orbitando en el exilio, pensando los modos de pertenencia, cuando en realidad lo familiar, lo propio, lo reconocible ya ha sido devorado, triturado, masticado, tragado, y solo queda digerir lo ajeno, lo extranjero, lo alien, lo externo. Da igual si como o no como en casa, primero habrá que saber qué casa, y qué cuerpo tiene hambre o la ha perdido.
En mi libro Las casas se caen en verano los poemas se anclan en la cocina. Versos y versos donde la cocina es ese lugar del llanto de Barrios y es, al tiempo, esa metonimia de la caída. Sin embargo, cae la cocina que me hiciste dice uno de los versos. Pero después, algo todavía peor (si aun cabe): si cae la casa / amputamos la construcción femenina. No voy a analizar mis propios versos, solo voy a pensar en las obras: la casa en obras, la obra literaria: ¿cómo es la construcción femenina en un mundo donde tuvo que aparecer una mujer hablando de la habitación propia y donde siempre aparecen los hombres levantando esas cuatro paredes de ladrillo?
Vuelvo a la migración. Me pregunto si migrar no lleva siempre el como si en el equipaje. En el país de acogida vivirás como si no fueses extranjera, y eso en el mejor de los casos. Solo en pocos casos, absolutamente privilegiados, se puede estar en el país de acogida casi como en casa, siendo ese como, no obstante, la simulación, la diferencia, la herida. No hay en la experiencia de migración equivalencia, y muchísimo menos igualdad. Abro la boca y hablo como una extranjera porque mi acento jamás será local. Abro la boca y como como una extranjera porque la comida jamás será la misma que la de mi país de origen. Abro mi casa e invito a la gente que me visita a que se sienta como en casa, pero yo soy la primera que entro como una invitada. Acepto la invitación. Acepto la extranjería. Acepto construir mi casa y mi obra desde la periferia, desde los márgenes, nunca en el centro nuclear. Abro el cuerpo, y es la herida.
No sé si lo ajeno y lo propio se debatirán a duelo; no sé si les queda fuerza para ello. Tampoco sé si se debatirán a duelo casa y cuerpo. Quizá se debatan a suelo. Lo que sí sé es que la escritura será a pesar de. Del refugio, sí; de lo ajeno, también; pero, sobre todo, a pesar del silencio. Ese silencio que no calla, que no para, que no tiene vacaciones. Ese silencio que inscribe la migración en la escritura. Esa escritura que parece silencio durante el periodo que busca casa. Las reglas del mundo editorial inventaron esto: una casa (lo privado) para alcanzar la publicación (lo público). Siempre me desveló que le digamos “casa editorial” o que hablemos de encontrarle al texto una casa. No sé si es una perversión más del mercado, o una maravilla más del arte.
Si yo no fuera huésped, extranjera, migrante, mujer y cuerpo, no escribiría. No sé si es mejor título el que le he puesto finalmente a mi novela, solo sé que quise conservar la palabra “casa” y que esa es, justamente, la que caerá, la que funde la caída.
Florencia del Campo
(Buenos aires, Argentina - 1982)
desde el año 2013 vive en Madrid. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires) y cursó, además, estudios en Letras y Cine.
Publicó las novelas La huésped (Base Editorial, 2016), Madre mía (Caballo de Troya, 2017) y La versión extranjera (Pretextos, 2019). En 2020 publicó su primer poemario, Mis hijas ajenas, tras resultar ganadora del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper. Las casas se caen en verano (Graviola, 2022) es su segundo libro de poesía.