¿Qué te pones para enterrar a tu hija? Recuerdo lo que me puse para enterrarte a ti. Me puse una blusa de lino de cuello bobo y unos chinos con la raya bien planchada. También, unos zapatos de cordones con suela de goma. Me daba miedo tener que andar por todo ese empedrado mojado que sube al cementerio. Ya, lo sé, lo siento… Hubieran sido más elegantes aquellos botines de piel, pero era octubre y ya sabes que en Barcelona la lluvia te ducha y no avisa.
No recuerdo qué te pusiste el día que enterramos a Carmen. Te recuerdo a ti, mirando su tumba abierta mientras apretabas la cabecita de Jaime contra tu pecho. Llevabas esos pendientes de perlas que te regaló papá las últimas Navidades que pasamos los cinco juntos. Pero no recuerdo tu ropa.
He pensado mucho en aquellas perlas. Siempre quise tener unas. Mías, propias, compradas de mi bolsillo. Y mira, al final me acabaron llegando sin saberlo la misma noche de martes en que te marchaste. ¿Acaso me leías la mente?
Hace un par de años Alfonso se prejubiló. Bueno, se prejubiló no. En realidad, le echaron. Por lo menos en la fábrica le dieron un buen pellizco de indemnización. Si no, ya te digo yo que ese, esa noche, las alcachofas se las cena frías. Le pagaron un buen dinero, sí… Y, con él, me compró una cadenita de oro. Colgando llevaba una A. ¿Una A de qué?, te preguntarás. Una A de abuela, decía él. Ya ves tú… ¡Si hacía cinco años ya que había nacido el segundo nieto! ¡A buenas horas, mangas verdes! Por lo visto, colgantes con la P en la tienda no quedaban y, hija, ya sabes que los detallitos nunca han sido lo suyo, así que, para una vez que me compraba algo bonito, quejarme, no me iba a quejar. En fin, que no son pendientes de perlas, pero bien mona que me queda.
Esa noche nos divertimos. Fuimos a cenar a un restaurante gallego que quedaba por Tetuán. Nos tomamos un albariño… Y mamá, ¡vaya carabineros! Te hubieran encantado. Sabían a Navidad.
Hicimos muchos planes. Lo primerito, por supuesto, era ir a Barcelona y aprovechar unos días con Jaime y las chicas. Después, el caprichito. Visitaríamos el Alcázar de Sevilla, la Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba. Jamás habíamos viajado tan al sur. También yo quería ir a un concierto de Plácido. Pero Alfonso que no, que él prefería ir a ver alguna función cuando el ballet ruso se dejara caer por Madrid. Pero es que esa gente huele raro, Alfonso. Además, que no, que si no cantan, yo me aburro. Y qué vergüenza dormirse en un teatro. Y el otro, erre que erre. Que a él la ópera como que no y que Plácido Domingo, como que menos. Y llegó el camarero con calleiro y dos cucharas. Y en la mesa se hizo de nuevo el silencio.
En los planes de aquella noche nunca contemplamos lo justa que se nos quedaría su pensión. O, por lo menos, yo no. Quizá él sí, pero necesitaba fantasear un poco después de cuarenta años montando rodamientos. ¡Qué te voy a contar! Desde entonces, pues hace algunas chapucillas por el barrio. Grifos sueltos por aquí, cadenas rotas por allá. Radiadores que pierden agua, aparte del de casa, claro, que ese ya lo damos por perdido. Siempre fue manitas para esas cosas. Y yo… Bueno, ya sabes, hasta el moño de los niños esos. ¡Qué insoportables! Menos mal que los padres pagan bien y que solo tengo que ir a cuidarlos tres veces por semana. Si no, bien que les mandaba yo a freír espárragos. Así que, bueno, con eso y con la pensión vamos tirando para pasar más o menos el mes y ahorrar un poco para cuando ya sí que no podamos seguir trabajando.
Ayer nos pusimos la cinta de El imperio del sol. Es que es llegar la Navidad y todo lo que echan por la tele es malísimo. Me hubiera puesto la Tómbola, pero tenía el hombro molido de hacer la masa de las croquetas y no estaba para escuchar a Alfonso con sus quejas. Además, que no hay nada mejor para que se duerma que una buena película de guerra en la que salgan japoneses. Paramos un momento que, con la infusión que me tomo después de cenar, siempre me entra pis. Y suena el teléfono. ¿Quién será a estas horas? Alfonso que ni se mueve. Ese qué se va a levantar. A ver si va a ser Carlota, que ahora está de ocho meses y quizá tengamos sorpresa. El cuarto nieto ya, ¡cómo ha pasado el tiempo! Chorro de pis. Le grito y le siento despegarse de la butaca, pero no alcanza a descolgar. Me recoloco el camisón y vuelvo al salón.
El teléfono suena otra vez. Es Teresa. Que la Nuria ha tenido un accidente. ¿Un qué? Pero, ¿cómo? Que sí, mamá. Una camioneta la ha golpeado mientras volvía a casa. Pero si son las diez. Sí, pero hoy tenía que quedarse hasta tarde en el periódico. ¿Y está bien? La tienen en el Carlos III. Rafa y yo recogemos a Inés y vamos para allá. ¿Y los chicos? Se quedan en casa por si vuelven a llamar. Ah, y no avises a Carlota. Todavía no.
Alfonso se ata los cordones y nos subimos en un taxi que huele a Ducados.
Lesión medular incompatible con la vida Lesión medular incompatible con la vida Lesión medular incompatible con la vida Lesión medular incompatible con la vida LESIÓN MEDULAR INCOMPATIBLE CON LA VIDA
Un doctor que pronuncia esas palabras mientras yo solo veo expandirse y contraerse un bigote teñido de amarillo por la nicotina. ¿Fuma Ducados usted también, señor doctor?
Quiero vomitar.
Inés y Teresa se abrazan. Y mutuamente se enjuagan las caras con unas lágrimas que, sin timidez ni reparo, comienzan a brotar. Rafa las custodia con sus brazos. Alfonso se saca su pañuelo del bolsillo y tose. Y yo, que con suerte respiro, solo alcanzo a pensar: nada de avisar a Carlota. ¡Faltaría más! A estas horas, ¿venirse desde Vigo? Ni hablar. No hubo discusión.
Menos mal.
Nos despedimos por turnos. Yo la última. Entro y está tumbada, rodeada de cables y cubierta con una bata fina. Señores del hospital, ¡que estamos en diciembre! Por lo menos le han dejado aquel reloj que le regalaron sus tres hermanas cuando publicó su primera noticia. La correa la ha tenido que cambiar ya un par de veces, pero la esfera sigue intacta. Es de estos que no lleva pilas, que funciona con el pulso. Esas agujas están a punto de pararse para siempre y yo no soy capaz de pensar. Todo lo que le dije se lo dije muy lento porque me daba miedo parar. Y me lo guardo, aunque tú sabrás bien porque algo así le dirías a Carmen en su momento.
Después, silencio.
Y ahora estoy desnuda. Aparto el vaho del espejo del baño. Y en él me miro, pero no veo mi rostro, tan solo un cuerpo que no sabe a quién pertenecer. Me cardé el pelo y ahora huele a laca. Alfonso grita desde el salón que Carlota ya está en camino. Hace un rato que es de día. Siento el frío del colgante de la A sobre mi pecho. Y el de tus pendientes atravesándome las orejas. El reloj se lo quité. No me fío yo de la gente del hospital, pero no pienso llevarlo. Si ese reloj no funciona con sus latidos, no funcionará con los de nadie. Nunca más.
¡Ay, mamá, que no sé qué ponerme! Abro mi armario y solo hay hilos de colores que se entrelazan sin sentido. Ya no veo ropa. Solo la veo a ella, acurrucada en mi pecho tomando leche y quedándose dormida. Salió de mí y ahora no existe. Y no entiendo por qué debería seguir existiendo yo. Parecía que seríamos eternas.
Ay, que ya son las nueve y Alfonso tiene que afeitarse y mira cómo está esto. No va a ver nada el pobre. Y de repente una lágrima se me escapa. Y otra. Y otra. Y otra. Y las dejo de contar porque ya no son gotas, sino un río.
Así que dime, mamá… Mamita, que siempre pensé que serías tú quien me enseñaría a echar de menos, ¿qué me pongo para enterrar a mi hija?
arte: Marta Forero