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26/08/2021

Adelanto: Antología "Cuenta"

Grullas de papel

Blancas, altas y esbeltas, de sombrero rojo y antifaz negro, patas finas y alas largas. Vista así, mi grulla de papel no se parecía nada a una de verdad. Nunca había visto una grulla, o al menos no en la vida real. No es que en Madre de Dios no hubiera aves, pero en La Peña no había casi ninguna. Solo aquella grulla que había llegado al vertedero, impresa en las páginas de una revista. Ella y los gallinazos negros, que se desplazaban como sobras entre la basura, atraídos por la podredumbre y la carroña.

    Miré nuevamente mi grulla, tatuada con las letritas del periódico, con el pico corto y la cola muy larga, sin patas, ni ojos, ni plumas. Hice el último retoque (doblar una punta para hacer el piquito) y ahí, bajo la luz amarilla parpadeante, admiré mi creación. Para mí, era perfecta. No había arruga ni marca de un doblez rehecho, todas las esquinas empalmaban. Había mejorado mucho, comparada con las primeras. Cuando empecé, fue muy difícil. Kiko hacía que pareciese tan sencillo, con solo un trozo de papel higiénico en unos instantes ya sostenía una pequeña grulla.

    —Ten —había dicho extendiéndola hacia mí después de descorrer la lona que separaba nuestros colchones—, deja de llorar. La primera vez es la peor, luego vas aprendiendo. Si eres una buena niña y te callas, te enseñaré a hacerlas.

    Mis sollozos se ahogaban en el colchón hundido y el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de aluminio se hizo más fuerte. Ella había soltado un gran suspiro.

    —Dicen que si haces mil grullas, pasa algo maravilloso…

    Kiko dejó que sus palabras flotaran en el aire húmedo arrastrado desde la selva. Esperé a que continuara y, al no hacerlo, me giré hacia ella. En la oscuridad pude distinguir su silueta reclinada sobre el colchón, el destello de sus ojos negros y el reflejo de una sonrisa.

    —Se te concede un deseo —susurró, desplegando aún más su labios—. Yo voy casi ochocientas.

    Al día siguiente nos levantamos temprano. Con las primeras luces de la mañana, nos escurrimos entre las sombras y las siluetas de mujeres dormidas, para llegar hasta la entrada del bar. Ahí nos sentamos sobre la tierra y contemplamos el pedazo de lo que había sido selva amazónica y que la ambición del oro había convertido en terreno de minería. Pasamos la mañana juntas haciendo grullas de papel higiénico. Ella las elaboraba con mucha facilidad, pero yo tuve que gastar medio rollo hasta que me salió una figura remotamente parecida a un pájaro.

    Sin embargo, mis prácticas no duraron mucho. Las chicas empezaron a notar lo rápido que se acababa el papel y Enrique terminó por descubrir qué pasaba.

    —La que debería llorar aquí soy yo, no tú —había dicho Kiko con ironía, mientras yo limpiaba la sangre que brotaba de su labio partido.

    A partir de ese día, salí al vertedero para buscar retazos de papeles, revistas, periódicos o libros viejos para hacer grullas. Kiko se quedaba dentro del laberinto de plástico y lonas, recostada en uno de los muchos colchones sucios. Decía que era lo justo, ella me estaba enseñando, lo mínimo que podía hacer era traer el material. Hacíamos grullas en la mañana y trabajábamos por la noche.

    Medio año después, me daba cuenta. Ella tenía razón. Con el tiempo, no es tan malo. Además, mi última grulla me había salido perfecta. Era la número novecientos setenta y tres, me faltaban solo veintisiete.

    La cantidad de grullas dependía del día: los días felices hacía solo una grulla, los tristes hacía más. Kiko había hecho su última grulla en agosto. En septiembre terminó su contrato y en febrero se marchó sin despedirse, tras pagar su última deuda. Ese día en el que me desperté sin encontrarla hice veintitrés.

    Abrí la bolsa de plástico colgada al lado del colchón para depositar mi más reciente creación y admirar todas las anteriores. Estaban las primeras (las de papel higiénico), unas hechas con panfletos, otras con servilletas, una de papel blanco, otras de facturas y otras de papel periódico. En el fondo de la bolsa, estaba la hoja dorada. Recuerdo lo mucho que había tenido que insistirle a Enrique.

    —No gastes tu plata en huevadas. Las otras me están pidiendo peines, espejos, pintaúñas o sandalias y ¿tú quieres un papelucho dorado? Voy a volver a la ciudad la próxima semana, pero no voy a recibir encarguitos, chibola. No vengas luego a decirme que necesitas algo.

    Frente a mis súplicas, había terminado por acceder. Estaba guardándolo para mi última grulla.

    Pensar que me faltaban pocas me consolaba. Cuando oía las risas ásperas, pensaba en las grullas. Cuando oía las botas acercarse, pensaba en las grullas. Cuando me cubrían las sobras, pensaba en las grullas.

    Pensaba en las grullas, no solo las de papel, sino también en las reales. Las de alas blancas y largas, las de vuelo distante. Grullas que migraban, que sobrevolaban las nubes de tormenta y construían nidos más allá del cielo azul. A veces, me despertaba el aletear de un pájaro, un batir de alas que me hacía bajarme del colchón, cubrirme con lo primero que tuviera a la mano y correr a la puerta con la esperanza de avistar una grulla perdida que, en su recorrido migratorio, había decidido venir a La Peña. Pero cuando salía, me encontraba con los ojos de los gallinazos negros que, tras reconocerme, seguían escarbando entre la basura recién esparcida. Siempre gallinazos negros.

    Así pasó una mañana. Un batir de alas. Yo no me levanté, había perdido ya la costumbre. No me tomó por sorpresa el ruido del bolso al caer en el colchón contiguo, tampoco el chirrido de los resortes cuando Kiko se sentó. Sin levantar la cabeza, puse atención en mi labor. Estaba en mi penúltima grulla. Podía sentir los ojos negros de Kiko fijos en mí y oí la carcajada. Alcé la mirada justo para ver los labios rojos desplegados, que se retorcieron en una mueca cuando un llanto desconsolado se adueñó de ella.

    No quería oírla. Me levanté, cogí el papel dorado y marché hacia el vertedero. La tierra se clavaba en los pies descalzos y la lluvia, usualmente cálida, se sentía fría contra mi piel. Arrojé el papel que, con suave balanceo, fue a descansar entre la basura y el lodo del vertedero. Inmediatamente la lluvia opacó su brillo, después deshizo el papel y lo consumió poco a poco.

    A la distancia, graznaban los gallinazos.

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Antología de cuentos. Esta colección se compone de relatos escondidos entre notas y apuntes, rescatados por profesores diligentes para encontrar buenas historias.

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