Además de los trámites burocráticos -reportar el cambio de domicilio, solicitar el estatus de residente, pedir ciudadanía, asilo, o permiso de trabajo-, migrar representa un choque directo con el modus operandi que ha adoptado un individuo a lo largo de los años. Adaptarse a una nueva cultura llega a atravesar el sentido de identidad cultural y personal de quienes lo “padecen”. Estos “shocks” van por escalas, desde los más pequeños que van desde maneras en que se dicen las cosas (coche en vez de carro, móvil en vez de celular o teléfono) hasta el horario de las comidas, la actitud con que se interactúa con el entorno (sentirse seguro al utilizar el celular mientras caminas en la calle) y hasta la manera de abordar la realidad y las interacciones sociales diarias. De cualquier manera, los procesos de desarraigo y adaptación representan pequeños traumas que terminan moldeando la identidad. Claro, cada persona tiene su manera de interactuar con una cultura nueva, y rara vez se puede llegar a saber de qué forma ha afrontado su proceso de migración y hasta qué nivel es consciente de eso. En el caso de la literatura nos encontramos delante de una fuente exquisita y cercana donde, consciente e inconscientemente, los procesos de migración de los autores dejan una estela de ese trastorno cultural al que se han sometido, siendo esta una de las razones por la que nos interesan tanto quienes escriben desde la distancia.
Podemos encontrar ejemplos de esto en la obra de tantísimos autores y con varias décadas de separación. La idea de este artículo es revisar tres ejemplos en donde los procesos de migración de los autores demuestran ser relevantes para su producción literaria y de qué manera.
Siguiendo con la idea de la escala, quiero empezar con detalles aparentemente sencillos, como lo es la forma de hablar. La novela Madre mía de la autora argentina Florencia del Campo, radicada en España desde el 2012, tiene un discurso narrativo que se divide en dos voces: la de la protagonista, una chica argentina de casi treinta años que busca su libertad personal lejos de casa que conduce la narración, y otra que es una voz interior, una especie de consciencia maternal que comenta, entre otras cosas, la manera en que la protagonista empieza a cambiar su forma de hablar.
“¿Te pusiste melancólica? No, me he puesto boluda. Boluda y triste. Te falta ponerte a tocar el arpa… Estaba hablando de cine, no de muerte. Nada de arpas. Boluda de triste trompeta, en tal caso. Bueno, por lo menos no dices “gilipollas”. ¡Bravo! ¡¿Dices?! Sí, ¿cuál es el problema de que diga “dices”? Que pensé que eras mi madre y te burlabas del español peninsular. Te equivocaste”.
Fragmento de la novela Madre Mía de Florencia del Campo (Caballo de Troya 2017).
Esta historia cuenta la experiencia de viajar por el mundo al mismo tiempo que se lidia con una madre, con quien ha tenido una relación complicada desde joven, que recién ha sido diagnosticada con cáncer. En este fragmento puntualmente vemos que la misma voz narrativa se reprocha a sí misma (pensando que su consciencia es la voz de su madre) la forma en que habla ahora, con estos modos de decir las cosas en un “español peninsular” en vez de un español argentino: en Argentina se diría “decís” en vez “dices”. Bien podría esto ser un detalle nimio de textura, pero en realidad, mientras se avanza en la lectura, se puede ver cómo este detalle suma a ese sentimiento de extranjeridad familiar que se crea cuando cada uno empieza a crecer lejos del sitio (y las personas) de origen:
“Yo volviéndome del extranjero para cuidarte. ¡Qué sensación más centrípeta! Como una hormiga aventurera que se trepa a la concha de un caracol y recorre el dibujo, la grieta, hasta el centro, y cuando decide salir, ve que está atrapada…”.
Todo empieza a apuntar al desprendimiento de la identidad cultural y familiar. Así, Del Campo retrata muy conscientemente en su narrativa los procesos de cambio y, más aún, los debates internos que suceden dentro de la persona migrante cuando se percata de estos trastornos sutiles del habla, típicos de la experiencia migratoria, como también de la tolerancia misma al dramatismo familiar (a ratos, rasgos de la misma cultura). Desde un principio se presenta una historia de pérdida, pero a medida que avanza la narración, el tema del desarraigo y la búsqueda por un nuevo hogar (o un hogar, sencillamente), de raíces, por decirlo de otra forma, se hace cada vez más presente y cobra un protagonismo tan importante como la pérdida de la madre, que era algo inevitable como lo es el cambio, como lo es adaptarse, como es desprenderse.
Como autora migrante, ella aprovecha su experiencia personal para plasmarla en sus personajes y utiliza los símbolos del hogar, la comida, la familia para apelar a ese gran tema que ronda su escritura.
Sin embargo, existen otros casos en donde la migración no es el tema de fondo, pero se hace presente en un sentido determinante para la obra en el enfoque que le da a los temas que obsesionan al autor y a la perspectiva y la actitud con que aborda los conflictos personales y literarios, como sucedió con César Vallejo. En Los heraldos negros, su primera colección de poemas, Vallejo, aún viviendo en Perú, habló sobre la condición particular de su sufrimiento como poeta desde su individualidad:
"Mi corazón es un tiesto regado de amargura;
hay otros viejos pájaros que pastan dentro de él...
Melancolía, deja de secarme la vida,
y desnuda tu labio de mujer...!"
Avestruz (fragmento), poema de Los heraldos negros (1918) de César Vallejo.
Años más tarde, poco tiempo después de llegara París, en torno a los años 1923 y 1929, Vallejo escribe una serie de poemas que componía de forma libre y sin agenda en esos primeros años de adaptación a ese París que lo recibe para verlo pasar dificultades económicas, las noticias de las muertes de sus familiares desde lejos y complicaciones de salud. Estos textos se reunirían más tarde para publicarse de manera póstuma bajo el nombre de "Poemas en prosa". Durante ese tiempo, la poesía de Vallejo se aleja un poco de los experimentos formales y del lenguaje con las que trabajó tan de cerca en su segundo poemario, también escrito y publicado en Perú, Trilce (1922). Más bien, regresa a los temas de la familia, la inminencia de la muerte, el hastío de la vida y el sufrimiento humano, esta vez con una consciencia colectiva, una voz clara, dirigida a las multitudes:
“Algo te identifica con el que se aleja de ti, y es la facultad común de volver: de ahí tu más grande pesadumbre.
Algo te separa del que se queda contigo, y es la esclavitud común de partir: de ahí tus más nimios regocijos.
Me dirijo, en esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo…”
Algo te identifica (fragmento) poema Poemas en prosa de Cesar Vallejo.
“Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente”
Voy a hablar de esperanza del libro Poemas en prosa de Cesar Vallejo.
Puede suceder que, al atravesar procesos migratorios, las personas se hagan un poco más empáticas para con quienes comparten su mismo estatus. Estos procesos psicológicos no conocen de clases social o la cultura de la que se venga: adaptarse cuesta y ser extranjero en un sitio aliena a ratos, en mayor o menor medida, pero le sucede a la mayoría, especialmente cuando el lugar de procedencia es un país estigmatizado en la cultura de acogida. Y si bien Vallejo probablemente no tuvo que atravesar por tantos procesos administrativos deshumanizantes y enfrentarse a una Ley de Extranjería, sin duda sufrió, bien que mal, los cambios abruptos que sufre cualquier persona cuando llega a un sitio que lo convierte en extranjero.
Estando en Europa, es sabido, Vallejo entra en contacto con una visión comunitaria del mundo, una visión enfocada a la unión de clases sociales, hasta llegar a lo político.
Este compromiso con la política se filtra en su escritura y, además de abordar a las masas y proyectar sus emociones con un espíritu social, publica libros como El Tungsteno y Rusia en 1931, que empiezan a comulgar directamente con causas políticas de corte comunista.
La migración acercó a Vallejo a maneras de abordar su entorno y su profesión de una manera activa y con una actitud totalmente distinta con la que lo hacía estando en su tierra natal. Esa intención de dirigirse a un público lector internacional que llegó a tocar Vallejo con su poesía lo podemos encontrar igualmente en la narración de Teresa de la Parra , una autora venezolana que vivió una vida de migración: nació en París, hija de un cónsul venezolano; con tan solo dos años se mudó a Venezuela para instalarse en El Tazón, en una hacienda a las afueras de la ciudad. Su padre murió cuando ella tenía nueve años y al año siguiente, junto a su madre y hermano, se mudó a España para terminar su educación. Con veintiún años regresa a Venezuela con un especial interés por retratar los infinitos matices de la cultura y la sociedad caribeña. Sin embargo, trece años y varias publicaciones y premios literarios después, De la Parra decide volver a Europa, esta vez de forma definitiva, para dedicarse formalmente a la escritura. Se instala en París, al igual que Vallejo, en 1923 y allí termina su primera novela, Ifigenia, Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba. En ella explora los temas que probablemente la hicieron migrar: el cuestionamiento de la presencia femenina dentro de la literatura, las costumbres sociales limitantes y su dificultad para encajar dentro de la sociedad caraqueña. Consciencia que se hace presente en su segunda novela, Las memorias de Mamá Blanca, publicada en 1929, seis años después de haberse instalado en París, al incluir un glosario de venezolanismos y americanismos al final del texto, demostrando así una intención clara de comunicar la cultura venezolana con todos sus detalles al resto del mundo sin sacrificar una sola palabra de su argot.
Además, en esta novela, a manera de memorias (valga la redundancia) destaca el carácter de la trama, junto con la presencia de temas nuevos dentro de su literatura, antes caracterizada por la perspicacia y la ironía, que circundan la historia como la nostalgia, la pérdida y la búsqueda de un hogar y el reconocimiento de una infancia amable que se esfuma con el pasar el tiempo:
“Ya sabes, esto es para ti. Dedicado a mis hijos y nietos, presiento que de heredarlo sonreirían con ternura diciendo: “Cosas de Mamá Blanca”, y ni siquiera lo hojearían. Escrito, pues, para ellos, te lo legaré a ti. Léelo si quieres, pero no lo enseñes a nadie. Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir conmigo que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí. Este es el retrato de mi memoria. Lo dejo entre tus manos. Guárdalo con mi recuerdo algunos años más.”
Pasaje de Las memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra.
La distancia que De la Parra reconoce con su tierra natal, junto con la noción clara del pasar del tiempo, no son meros caprichos literarios de la autora. Todo apunta a que, gracias a su proceso de migración definitivo que dio en 1923, la mirada con la que llegó a Europa, cansada de la sociedad en donde no se hallaba, había cambiado por una que miraba con afecto a un pasado que se desvaneció por completo, un pasado que se permite evocar para recorrer de nuevo, ahora desde sus recuerdos y la distancia para volver a pintar el retrato de una sociedad que en su presente deja de reconocer.
Palabras similares se pueden apuntar también sobre las obras mencionadas de Del Campo y Vallejo. Si bien la migración no les ha hecho ver a ambos autores el lugar de origen como un espacio que evocar y explorar desde la lejanía total, en sus textos sí se reconoce el tema de la añoranza por un sitio al que pertenecer, sea rechazando o desprendiéndose del anterior o a uno al que jamás volverá.
La migración, en efecto, se manifiesta y se interpreta desde la subjetividad, la experiencia propia de cada persona que deja un lugar de asentamiento, pero esa condición de migrante deja una huella en la forma de ver el mundo de quien lo vive, una forma que, junto a la esperanza de que sigan surgiendo voces dispuestas a compartir y lectores prestos a atender, se hace cada vez más universal.
Daniel Franco Sánchez
Nació en Barranquilla, Colombia, en 1997.
Se mudó a España en el 2016 para estudiar periodismo, pero terminó decidiéndose por los estudios literarios. Desde entonces ha dictado talleres de escritura creativa, ha hecho de redactor de noticias de cultura, organizado exposiciones y recitales de poesía.
Principalmente escribe novelas y cuentos para retratar lo más profundo y complicado de las emociones humanas en el día a día.