El padre de mi padre conversaba poco con él. Entre otras razones, porque nunca aprendió el español del todo, aun cuando migró a Perú para empezar una familia. Gustavo creció jugando a adivinar y, por desgracia, era malísimo. Nunca acertaba la cantidad exacta de huevos, ni la marca de cerveza correcta. Con el tiempo tuvo que adecuarse a un idioma diferente, un extraño tipo de lenguaje de señas. Hasta que se volvió un experto. Un perfeccionista. Entre el chillido de la eterna olla arrocera en la tarde, y el nido de grillos del jardín trasero en la noche, tenía claro que no se le concedería aportar con otro tipo de ruido innecesario. Ni su voz. Nunca.
Gustavo entonces aprendió a guardar silencio y practicar con excelencia el respeto. Su habitación se volvió el refugio de sus debilidades y defectos. El “hola” fue intercambiado por una reverencia, su voz se volvió tímida y los valores que sus padres esperaban de él se redujeron a la única expresión en cantonés que se esforzaron en enseñarle:
Dó zhe (gracias).
Con el paso de los años, Gustavo jamás aprendió a pedir permiso para hacer lo que quería. Y encontró refugio en la tranquilidad de no hacer nada.
Sabiendo todo esto sobre mi padre, aquella noche cuando cenábamos en familia no esperaba algo distinto de él. Mucho menos una explicación. De todas formas, ninguna de nosotras se arriesgó a interrumpir su silencio. Nos dejamos llevar por las ineludibles expectativas (ilusas), cortesía del amor ciego entre padre e hijas. Las pausas entre frase y frase se alargaron hasta formar una eternidad. No logramos huir. Mi madre tampoco pudo. Ahora las tres nos encontrábamos dispuestas a alargar la espera. Segundo tras segundo. En eso, entre esperanzas quebrantadas, una voz madura y crepitante se alzó, y pronunció la última oración de la noche.
—Gustavo, nunca te dije que te fueras. Te di la opción si es que trabajar en lo nuestro ya no era lo que querías, ¿y tu respuesta fue comprar un departamento sin decirme nada? ¿Qué tan poco civilizado eres?
Prosiguió otra eternidad. Andrea y yo llorábamos al ver a nuestro padre ahí sentado, incapaz de extraer palabras del limitado vocabulario de su cabeza. No se atrevió a excusarse, ni mucho menos se permitió responder en desacuerdo. Él ya sabía que esa conversación a medias (al igual que muchas antes) había sufrido de la irremediable particularidad de que mi madre y él no hablasen el mismo idioma. Yo sí que lo vi respondiendo, mientras le acariciaba la cabeza con lentitud hace unos días. Suspiraba con tristeza por lo que significaba para él tocarle el cabello (con tanto cariño) esas últimas veces.
Y así pasó a vivir de nuevo en una casa vacía, esta vez silenciada por el propio eco de sus arrepentimientos. No fue capaz de dirigir la palabra a su esposa por semanas. La dejó en obligación de adivinar, de construir su propia versión. Y se consumió en su propia existencia buscando sobrevivir. Desde ese día el tercer piso de ese edificio blanco en San Isidro marcaría los límites de su nuevo refugio. No abrió la puerta a nadie por un tiempo, pero tampoco fue alguien a tocarla.
Dentro se fueron amontonando sus frustraciones en forma de cajas de cartón, donde le llegaron un sinfín de electrónicos innecesarios que nunca le habían permitido comprar. Cantó en alto los conciertos que nunca había podido cantar. Gran parte de su dinero ese mes lo gastó en un tocadiscos de su época, y puso los vinilos de artistas que por tanto tiempo había dejado de escuchar. Para los fines de semana se consiguió una defectuosa batería eléctrica para niños y se dedicó a hacer ruido. Y su voz se volvió atrevida. Y encontró en la soledad la compañía que siempre había sentido que le faltaba.
Todo lo puso en cancha y lo usó para ser más persuasivo con nosotras cuando nos pedía que lo viéramos. Las excusas se me empezaron a acabar y pronto llegaría el momento en el que me cegase de nuevo. No lo vi por un par de semanas más hasta que pasó el tiempo suficiente para asumir que ya era hora. No fue por obligación ni culpa, pronto me iría a estudiar y perdería la opción de cambiar de opinión. Sin embargo, olvidé que si pasas la tarde con un experto en eternidades, un par de días empieza a sentirse como bastante tiempo.
Las expectativas jugaron en mi contra una vez más. La mente suele presumir el futuro, mas no avisa de que la realidad puede ser mucho peor. La realidad se esclareció ante mí cuando estuvimos sentados, uno al lado del otro, en el sillón de su sala. La distancia de apenas diez centímetros era aún más dolorosa de afrontar. Me veía incapaz de girar el cuello al lado para conversar. La mirada pegada al piso. Le dije que me iba. Estaba decidida a bajar por un taxi, pero la falta de dinero y las ganas de pelear me hicieron aceptar su oferta de llevarme. De regreso en el coche, el silencio era muy fuerte. Conté un total de doce carros rojos jugando sola, mirando hacia afuera, hasta que por fin las calles se volvieron conocidas. Bajé del coche.
—Belén, perdóname.
No le dije nada. No soy de golpear puertas, pero subí los escalones de dos en dos para escapar de la escena con rapidez. Una vez de espaldas me permití soltar lágrimas. Una seña con la mano me pareció suficiente despedida.
Me pregunto si es coincidencia o mala suerte que un hombre así de maravilloso haya sido capaz de causar tantas decepciones diciendo tan poco. O si realmente las palabras merecen ser seleccionadas a tal nivel que no sean desperdiciadas en explicaciones. Me gusta pensar que no es avaricia ni egoísmo. Quizá es un síntoma propio de cualquier perfeccionista. No sé, yo también estoy adivinando.