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1/9/24

Adelanto de libro "Cuenta cuatro"

Los ahogados

Nadie me explicó lo que se siente al estar ahogada de verdad porque todos los ahogados están tan mudos como muertos, seguros en su oscuridad y no sienten nada. No sienten la presión de miles de litros de agua sobre sus cabezas, la resistencia al abrir la boca para gritar, el ardor de los oídos ni las arrugas de la piel. Vaya afortunados. Quisiera ser muerta. 

Ya he tratado de nadar a la superficie; no sirve de nada porque no sé en qué dirección está. El agua es muy oscura. Sin embargo, una vez más, intento nadar porque supongo que es mejor que quedarme quieta. Quizás el movimiento me ayude. Subo los brazos e intento dar una brazada. No tengo fuerza, pero peleo contra la corriente. Una brazada. Dos brazadas. Tres. Cuatro… Pero no veo la luz. Solo siento más el frío opresor del agua profunda que me invade, que se infiltra en cada célula. 

El frío no para en la piel. Se convierte en un dolor interno que cursa por mis arterias y venas hasta llegar a mi corazón. Llega y vuelve. Lo bombeo. Estoy segura de que en breves momentos mis órganos pararán de funcionar. Quizás ya pararon. Ni siquiera sé cuánto tiempo llevo sin respirar. Lo que queda de mí es una conciencia.

¿Así se habrán sentido todos los ahogados? ¿Habrán muerto por rendirse o por intentar sobrevivir? Yo no sé qué es peor, solo sé que si voy a morir, que muera ya. No quiero extender esta tortura. 

¿Habrá sido su culpa por dejarme sola o la mía por haberlo seguido? Todavía no sé qué tipo de ahogada soy. Quizá lo descubriré en mi camino a la muerte. Me hundieron o me condené yo misma a este destino al seguirlo con sus palabras: “Confía en mí, mi amor, no te voy a soltar. Si algo te pasa, me mato”. Pues que se mate entonces, que sufra aquí a mi lado. Pero nunca va a ocurrir, él es muy egoísta para hacerlo. 

Yo todo lo hice por él. Siempre odié la playa. ­Detestaba la arena porque se metía entre mis sandalias. Odiaba exponer mi cuerpo ante extraños. Temía el mar, sus corrientes, sus bestias. Lo único que me gustaba era el calor, y él me robó hasta eso. Sin embargo, él insistió en venir a ver el océano. Me dijo que mi opinión ­cambiaría y que me enseñaría a nadar. Así que por él vine a jugar en la arena, me desnudé ante el público y entré al agua fría. Nunca me agarró la mano dentro del mar. Yo quería quedarme en la orilla, pero él insistía en que la única manera de aprender a nadar era no pisar el fondo. Lo ­seguí. Cuando el cielo se nubló y las olas remolcaron, lo vi con preocupación. “¡Hay que irse!”, grité mientras el agua empezaba a cubrir mi cuello. Escuché el chapoteo desde lejos, él ya se había ido. Ya me había abandonado. Yo gritaba mientras el agua salada me llenaba la boca. Él solo se volteó cuando estaba ya cerca de la orilla. Yo levanté mi mano para que la viera. “¡Aquí, aquí!”. Pero no hizo nada. Me dijo algo desde lejos, pero no escuché, leí sus labios: perdon. Su cara en la playa nublada fue lo último que vi cuando dejé de tocar de puntillas el suelo arenoso del mar.

Me adentro en lo más profundo del agua y del dolor. Paro de pelear contra la corriente y dejo que me lleve. Ya me queda poca sensación en el cuerpo y solo siento cómo me carga el agua cada vez más rápido hasta que me golpeo contra algo firme. Choco contra un tipo de pared fría como hielo seco, pero no veo bien qué es. Uso la poca sensación que me queda en las manos para tocar. Con los dedos trazo al tacto las líneas de su rostro: ojos, orejas, boca, dientes, arrugas, huesos hundidos y descubiertos. Estos son humanos, o por lo menos alguna vez lo fueron. Una torre de cadáveres ahogados por amor. Sonrío y pego el cuerpo contra los muertos. Por fin soy uno de ellos. 

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