Álex observa su reflejo en el cristal de la única tienda con escaparate de la calle Adosines, y no puede evitar llorar. Llora aun teniendo la extraña suerte de haber nacido muerto.
Su madre dio a luz en Argentina el mismo día que anunciaban lluvia. Los chillidos del bebé se confundían con los truenos y vítores de los vecinos. Residentes de todo el barrio se arrodillaban en mitad de la acera con los ojos cerrados y la boca abierta, saboreando la tan esperada lluvia tras aquel período de sequía. Daba la sensación de que cada habitante de la Villa 1-11-14 tenía una razón para sentirse victorioso aquel día.
Antes del parto, en las horas en las que el dolor de las lumbares y el vientre se torna más cruel a cada segundo, Mana, la madre de Álex, no pudo evitar pensar en su hijo. Su hijo. Su hijo. Cerró los párpados con fuerza, imaginándose cómo sería su niño, todos sus detalles, que no se le escapase ninguno.
Sería moreno. Sí, moreno y guapo como su padre. También heredaría su altura, superándola a ella varias frentes con tan solo con trece años. Sus manos serían suaves a pesar de estar todo el día jugando con la tierra de las plantas. Las mismas que Mana tenía tan bien cuidadas en el alféizar de la ventana del salón. Le regañaría cientos de veces. “¡Alejandro García Bolaños!, ¡véngase para acá ahora mismo!”. Le señalaría con un dedo expectante y las cejas muy levantadas el macetero roto que le había regalado la abuela por su boda. Álex no entendería nada, claro, apenas habría cumplido un año y medio para entonces, así que volvería a romper macetas una y otra vez. Hasta que lo dejasen salir a la calle. Pero no a la que estaba cerca de casa. Se irían a la de Laura que quedaba a unos veinte minutos en autobús; y de ahí, al parque. Álex se relacionaría de maravilla con la gente, tendría unas dotes sociales envidiables. Con sus amigos de la escuela conformaría un grupillo.
Las contracciones se intensificaron. Mana dejó escapar un grito de puro desgarro. Su marido le cogía la mano con firmeza, repitiendo un “te amo, te amo” que parecía no acabar nunca.
Ella volvió a Álex. Porque se llamaría Álex, como su abuelo y su tío. Era un nombre de emperador, un nombre con fuerza e instinto, las dos cualidades que tanto necesitaría. Porque Mana sabía que aquel barrio iba cuesta abajo desde la dictadura de Videla. Ya no podía salir a comprar el pan sin la compañía de la vecina o su marido. En cada esquina acechaba una sombra observando dónde vivías, con quién te relacionabas. Incluso los niños de Laura, en la zona más segura de la Villa, habían empezado a coleccionar jeringuillas en el colegio como moneda de cambio para conseguir cromos. No quería tener que mirar a los ojos a Álex, a su pequeño e ignorante Álex, y explicarle cómo era el mundo en el que había nacido.
Empezó a llorar. Tenía miedo y le dolía todo el cuerpo.
Cuando Álex creciese, se interesaría por el trabajo de su padre, por la manera en la que labraba la reputación de la familia repartiendo paquetes de día y de noche. Alguna vez la pillaría a ella hablando con la vecina y querría sumarse a la discusión de por qué la familia de dos manzanas a la derecha había desaparecido. Las preocupaciones de no querer sacar a su hijo a la calle ya carecerían de sentido porque, poco a poco, la mente de su pequeño Álex se habría inundado de aquel ambiente tan gris, tan sofocante, y aprendería a ser uno más. Otro repartidor de droga. Otro miembro de la mafia. Otro asesino.
Pero Mana sabía que algo dentro de él le diría que apuntar a alguien a sangre fría era enfermizo. Perdería peso de la preocupación, se odiaría a sí mismo. Tal vez tanto que no le quedaría espacio para enamorarse, para formar una familia. Muchos de sus amigos del grupillo desaparecerían de la misma forma que los vecinos de dos manzanas a la derecha. A Mana y a su padre no les visitaría, en todo caso les contactaría por móvil para enviarles mensajes falsos de que todo iba bien. Y mentir le iría ahogando más y más.
Andaría por las calles solo, con expresión dura, con expresión de Alejandro. Y un día a media noche, ella lo sabía, un día a media noche pasearía, con todos los asuntos resueltos hasta la próxima mañana y las manos embutidas en los bolsillos. Y tomaría un atajo. Tomaría la calle en la que vivía Laura sin saber por qué y cruzaría por delante de la única tienda que mantenía un escaparate con vidriera. Se vería a sí mismo, y lloraría. Su pequeño y miserable Alex lloraría, arrodillado en el suelo como los vecinos hicieron el día de su nacimiento: completamente derrotado.
Y de repente paró. El dolor paró. Ya no sentía presión en las lumbares ni en el vientre. Abrió los ojos sin prisa, como adormilada, creyendo oír los chillidos del bebé que había llegado al mundo más inhóspito que podría existir. Hasta que vio que los lloros procedían de su marido. Sostenía la pequeña figura con sus palmas abiertas y la expresión descompuesta. Álex había nacido muerto.
Las cejas de Mana no se movieron de su sitio. Querría haberle consolado. Querría haberle dicho que no pasaba nada. Haberle cogido de la mano y haberle dado un beso suave en la frente. Querría haber apartado a Álex de sus palmas. Pero lo único que hizo fue recostarse en la misma camilla sudada. Y sonrió. Mana sonrió.