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"¿Tú crees que se puede llegar al borde del Universo?"

Enrique Ortega

Virgilio González Briceño, autor Cattleya

Graduado de Comunicación Audiovisual. Durante su etapa
universitaria escribió y dirigió la obra de teatro La puerta de
los infiernos. También ha coescrito y codirigido dos cortos
de ficción. En 2020 coescribió el guión de Los viejos, proyecto
finalista del Certamen de Guion de Cortometraje organizado
por el Navarra International Film Festival. En sus
textos aborda la incapacidad de escapar a la necesidad, la
corporalidad y al deseo.

(Cádiz, España, 1996)

Captura de pantalla 2021-06-25 a las 9.3
Captura de pantalla 2021-06-25 a las 9.3

Sobre:

Negro

La última versión de este relato tiene fecha de 2017. Estaba en mi tercer año de carrera. ¿Se acuerdan ustedes de qué hicieron, de por qué lo hicieron, de cómo lo hicieron, un día cualquiera de abril de hace cuatro años? Yo no. Lo releo ahora y me pregunto el porqué de muchas decisiones. Rastreo las expresiones, los acontecimientos, la puntuación, hasta llegar a ese yo de quien me doy cuenta de que –¡menos mal! – es tan diferente a mí en sus opiniones y en sus deseos. Al mismo tiempo, encuentro muchísimo de mi propia escritura con lo que no me siento cómodo, que me parece deficiente; esa simetría ramplona de cuento de hadas, ese esquematismo en los caracteres. Y a pesar de todo esto constato, como quien hace correr la cadena oxidada de la bicicleta que le regalaron por la Comunión: ¡coño, si todavía funciona!

Han aparecido, claro, cosas buenas: pequeños fragmentos, singularidades verbales, que prefiguran alguna idea o algún procedimiento que he llegado a considerar bastante importante a la hora de ponerme a escribir. El cuidado por el tejido mismo de la narración, por su textura, por su olor y peso; la solidez de la voz contra la inanidad del pensamiento. Bajo esta trama desfilan imágenes oscuras, varios misterios de los de siempre. El motor del escrito es una obsesión inexplicable que me persigue desde la infancia, y que tiene que ver con el infinito material y temporal. Con ese infinito inconcebible, que tiene que ser mentira, que no entra en la cabeza. Mientras releo y reescribo me encuentro con una serie de imágenes, de formas, de acciones misteriosas que a mí mismo me desconciertan –¡qué quieren que les diga!– y que no me he atrevido a toquetear demasiado. ¿Se estará riendo de mí ese yo de hace cuatro años? ¿Acaso me envía desde el pasado señales absurdas solo para dejarme en ridículo? ¡Lo veo capaz!

Ya me gustaría abrir un canal en sentido inverso, poder decirle algo a ese niñato con ínfulas de genio. Para él la escritura es tan solo un instrumento de su inteligencia cándida. No tiene miedo al fracaso; está tan seguro de sí. Ante todo escéptico, no se cree eso de que todas las historias ya han sido contadas. No ha llegado aún a apreciar esa trama fina, ese tejido complicadísimo que es la narración. No ha entendido que la reescritura es la verdadera escritura –y tal vez (me tiro de la moto) la verdadera lectura–, que no vale con dejar una idea en un papel, hacer dos tachones y cambiar un par de párrafos de sitio. Tú te crees que cagas oro, chaval, y no tienes ni idea. De eso solo te darás cuenta el día que saques del cajón algún escrito que ya lleve lo bastante envejeciendo.

En ese sentido, este cuento podría ser un Gran Reserva; pero a mí me sabe a vinagre. Lo presento aquí, sin embargo, tal y como es, como una pequeña reliquia, como un trasto. Lo hago porque, a pesar de todo, creo que aún tiene cosas que contar. Y porque me entusiasma el propósito de este libro y respeto a las personas que están detrás de él.

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