top of page

23/04/2020

Cara

“0.83€”, marcó la pantalla. Él leyó nuevamente. Cerró los ojos, se los restregó con las manos, y volvió a leer. El monto seguía igual, significando todavía aquello que le dijo su mujer antes de echarlo: nada, no tienes nada.

Él agitó su cabeza. Se agarró el cabello e inhaló hondo. Sacó la tarjeta de la rendija y lo volvió a intentar.

Todo siguió igual, excepto la hora; era casi medianoche. Embutió su mano en la boca, tratando de ahogar un grito, y las lágrimas que comenzaban a escurrírsele de nuevo. Le dio tres golpes al teclado de la máquina como si ella tuviese la culpa.

Tragó el llanto que comenzaba a escapársele por la garganta como la tranquilidad que había perdido en la calle de camino a este momento.

Era un hecho irrefutable. Estaba jodido. Y se lamentó una vez más no haberse guiado por el presentimiento cuando todavía tenía tiempo. Lo habían vuelto a joder; esta vez, rotundamente.

Agarró su teléfono, con sus últimas esperanzas, y volvió a llamar. No hubo respuesta. Lanzó el aparato contra el suelo y gritó.

Con los ojos rojos y cansados observó a través de la puerta de vidrio. Apretó los puños y caminó con determinación fuera del cajero hasta la mitad de la calle.

Se tendió en mitad de la línea blanca.

“Voy en camino, bebé”, dijo acercando la boca al aparato que sujetaba con la misma mano que agarraba el timón; con la otra mano le subió el volumen a la música. Colgó. Se fijó en la hora: doce y quince de la noche. Agarró su entrepierna pensando en la mamada que lo esperaba en casa. Aceleró.

Revisó nuevamente el celular en un semáforo. Sacó de su pantalón el rollo de “verdes” que acababa de conseguir, y le tomó una foto. Presionó enviar.

Se acomodó el copete viéndose por el retrovisor antes de arrancar el vehículo. Notó que estaba más duro, y palpó su paquete una vez más, sintiendo la erección fundirse con el fajo de billetes en el bolsillo. Su teléfono vibró. Vio la foto que acaba de recibir en respuesta. Dejó escapar un gemido con la vista clavada en el escote que le mostraba su aparato y presionó el acelerador a fondo. La todoterreno rugió con él, pasando de veinte kilómetros por hora a noventa kilómetros en cuestión de segundos. No se detuvo en los siguientes “pare” y brincó sobre todos los reductores de velocidad que le siguieron. 

Cuando se bajó del auto notó una terrible hendidura en la defensa delantera que goteaba sangre.

Cruz

Más vainas

Cuento

— Agustina Sánchez

Poesía

— Virgilio González Briceño

Cuento

— Beatriz Mójer 

bottom of page