Delante de mí tengo “Volver la vista atrás” de Juan Gabriel Vasquez, “Los abismos” de Pilar Quintana y “Quietud” de Andrea Mejía. Recuerdo el tipo de novelas que se publicaban en Colombia a finales de los noventa y comienzos del dos mil y siento que hay un abismo entre estos títulos y aquellos que rondaron mi infancia y adolescencia temprana: “Satanás”, “Opio en las nubes”, “La virgen de los sicarios”. Es otra paleta de colores, cambia, otro ambiente, la atmósfera, la velocidad. Pienso en las dos vertientes en que llegué a catalogar esa narrativa: El relato de personajes estrafalarios, sinvergüenzas, chabacanes, conviviendo en entornos sumamente hostiles pero llamativos, rurales y periféricos, que, por sus mismas circunstancias, se ven envueltos en una serie de enredos, especialmente si están envueltos en actividades clandestinas, que van escalando de lo cotidiano a lo absurdo y violento. Pienso en las novelas “La virgen de los sicarios” de Fernando Vallejo y “Rosario tijeras” de Jorge Franco, títulos clásicos de la narrativa popular de los años 90 en el país, ambas llevadas a la pantalla grande, una por la complejidad social que retrata, la otra por la espectacularidad y sensualidad con que dibuja la violencia.
Luego aparece el segundo grupo de historias en donde el protagonista, casi siempre el narrador, guía al lector por el día a día de un joven adulto que intenta compatibilizar una vida entregada al alcohol y las drogas con la ambición de una carrera exitosa como artista. Son comunes los episodios desgarradores de amores perdidos, rápidamente sosegados por la apatía general de los personajes. Los espacios eran también llamativos, pero en vez de ser una comuna donde las casas de hojalata, ladrillo y bolsas de basura se amontonan sobre la falda de una montaña, como en el primer grupo, los autores de estas novelas recurrían a apartamentos abandonados, callejones, alcantarillas y antros, entornos desalmados, llenos de cemento y concreto. La ciudad (ninguna en específico, casi siempre apuntando a Bogotá) se convierte en una mole sin nombre, despojada de cualquier esperanza. En este grupo, vale la pena destacar las escenas surreales, muchas veces producto a las alucinaciones o estado de intoxicación de los narradores, que dinamizan y enriquecen la misma narración. Títulos como “Érase una vez el amor, pero tuve que matarlo” de Efraim Medina Reyes y “Opio en las nubes” de Rafael Chaparro Madiedo, novelas insignia para la escena de contracultura del país, son los primeros ejemplos que vienen a la mente.
Estos dos grandes grupos coinciden en el afán por plasmar de lleno y en primer plano lo caótico y lo sórdido que es vivir en un país donde se puede hacer vida a pesar del caos y la violencia. Esta manera de abordar la literatura perduró en la escena de la narrativa del país hasta que estalló y nacieron dos tendencias más en el mercado editorial de Colombia. Una de estas presentaba las historias de narcos y criminales, que han desembocado exitosamente en el mundo de las telenovelas y las series de televisión. Estas historias tomaron de las anteriores aquel primer plano, el sometimiento total del espectador a un mundo despiadado, veloz y apático, pero tienen como sello distintivo el enaltecimiento de estas figuras, como lo es el caso de Escobar y la serie “Narcos”.
Por otro lado, surgió otra corriente, una más pausada, que se sale del huracán de la violencia. Una que, en vez de revolcarse en la realidad más sórdida del país, busca entenderla y abordarla desde la memoria, la quietud, la inocencia y la periferia, es decir, desde el lado de las víctimas que no tuvieron parte en los enfrentamientos, las familias. “El olvido que seremos” de Hector Abad Faciolince, que se publica también en este periodo, es una de las primeras novelas que empujó la narrativa del país hacia esta nueva ruta que siguen estos libros que ahora tengo enfrente. Una ruta que dejó de contarle al mundo lo que pasa en Colombia para detenerse y empezar a contarle a los colombianos lo que ha pasado.
Estos libros son el resultado de un trecho más largo, pero duradero, que literariamente va en consonancia con el nuevo enfoque social que se marca en el país. Una nueva forma de recordar la historia, con un mirada igual de íntima que reconoce las trampas de la memoria.
Puesto en orden cronológico: “Volver la vista atrás”, “Los abismos” y “Quietud” suena como una fórmula a seguir, la ruta de un mapa para ordenar los hilos sueltos de tantas historias sobre la violencia.