18 de noviembre de 2021, 23:00:00
Versos en voz alta
Incluso dentro de un panorama cultural tan diverso como el de hoy, el recital de poesía sigue siendo una bestia extraña. Su sencillez conceptual permite mutaciones infinitas, desde las lecturas más sencillas hasta los montajes más elaborados. La oportunidad de dar vida a un texto no tiene límites precisos: entre la musicalidad del mismo poema y la capacidad interpretativa del lector, cualquier cosa puede pasar. Tal vez podamos culpar a la naturaleza proteica de este ejercicio de su falta de popularidad. No sobran los miembros del público que sepan por dónde agarrarlo.
En una actividad tan sencilla, cada uno de los elementos básicos cobra una importancia inusitada. El espacio se sacraliza de una manera u otra, se vuelve un púlpito o un cadalso. El tono de la voz deviene vehículo e instrumento de ritmos inimaginables en otro contexto. Y las palabras, aquellas que estamos acostumbrados a ignorar en su mayoría, llenan el recinto y obligan a redescubrirlas en mundos lejanos de los habituales. Ya tenga más o menos añadiduras, el recital sigue dependiendo de la solidez de sus pilares.
Estas particularidades chocan con todos los supuestos sobre el entretenimiento contemporáneo, tanto del lado del público, por pertenecer a un nicho tan pequeño y por el coste nimio o nulo del evento, como de los organizadores, que
deben pensar en cuestiones abstractas más allá de la gestión puramente logística. La coherencia entre los hablantes y el manejo estricto del tiempo y la tensión son lo que separa una experiencia trascendental y un micrófono abierto (cuyos méritos se apoyan, y lo digo sin intenciones de menospreciar el formato, en la difusión, más que en la congruencia de la sesión).
Y sin embargo, puede que el punto de separación más notable entre este acontecimiento y otras manifestaciones es la capacidad de concentración que exige a su público. Si los poemas modernos ya exigían una dosis de capacidad exegética, aquí no existe la indulgencia de la relectura, sino que se espera que el asistente interprete y encadene versos en tiempo real. No por nada suelen darse claves y un cierto contexto en situaciones de esta índole.
Pero a partir de cierto punto, sería ridículo hablar de la falta de asistencia como un síntoma de cómo sigue decayendo el sector cultural. Hasta donde sabemos, nunca se ha visto tanto interés por la poesía por parte de aficionados nuevos. Tal vez el destino del recital siga siendo el bar angosto y las sillas en la librería, la tarima pequeña y el sofá de los buenos amigos. ¿O es que acaso entenderíamos mejor al poeta en un estadio?