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4 de diciembre de 2020, 23:00:00

Una vida hinchada

Bastante se discutió sobre el efecto cultural de la ironía cuando se volvió parte del lenguaje cotidiano. A pesar de existir como recurso retórico desde antes de Cristo (quien hizo uso de ella en un par de instancias), la ironía se apoderó hace relativamente poco de la cultura popular. Cuando se usa efectivamente, es una herramienta agudísima para llamar la atención a las complejidades y contradicciones del alma humana, pero cuando se diluye, es una simple voltereta mental. David Foster Wallace escribió sobre los efectos del pensamiento irónico y sus análisis ayudaron a realizar su disección. Los dobles sentidos se llevaron por delante la sinceridad de una generación entera y se volvieron un mecanismo de defensa contra los sentimientos auténticos en su versión más extrema, imposibilitando la comprensión intuitiva del mundo. En otros casos, el sarcasmo se vuelve un sucedáneo lamentable para la falta de personalidad.

Aunque sigue formando parte de nuestro vocabulario, me siento inclinado a pensar que, desde hace algún tiempo, el reinado de la ironía ha terminado y la hipérbole se ha vuelto la manera más común de reforzar la comunicación en varios niveles de la sociedad en este lado del mundo. Amplificar las situaciones corrienteses una manera de poner más picante a la vida diaria. Es fácil notar tal cambio de

paradigma en el sentido del humor de generaciones más jóvenes: en vez de comentarios nacidos del cinismo consciente de sí mismo, los chistes se elevan a una dimensión donde las experiencias cotidianas cobran un carácter épico y las reacciones exageradas son el patrón común. Un ejemplo más bien morboso, pero no por ello menos frecuente, es la amenaza de suicidio ante inconveniencias leves.

No es que todos los que hagan uso de la hipérbole la entiendan como una traslación directa de su fuero interno. Recuperar el peso subjetivo de las vivencias propias es un alivio, especialmente si se puede compartir en comunidad. Pero la palabra genera la realidad, y la desproporción se puede volver una mentalidad. Sin matices ni reservaciones, es fácil acostumbrarse a responder inmediata y contundentemente a cualquier estímulo, independientemente de su dimensión. La templanza, entonces, es insípida e indigna de interés.

Tiene su gracia que hayamos sido testigos de un momento de la historia verdaderamente hiperbólico. No sabría decir si el lenguaje ha seguido el ritmo del mundo o si los hechos que vivimos reflejan la manera en que hablamos.

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