2 de diciembre de 2021, 23:00:00
Sin que nadie les diga nada
El descaro es un signo de nuestros tiempos. Haría falta una revisión más rigurosa, pero me atrevería a señalar las reivindicaciones identitarias de los últimos sesenta años como el origen de su uso en el plano político, un antídoto contra la vergüenza para ciertos colectivos y una manera fácil de tomar acciones para forzar a los observadores a posicionarse. Muy divertido todo hasta que los gobernantes también deciden que no hay modestia que valga al momento de pasar por encima de todo el mundo. De todos los casos posibles, parte de tendencias populistas que no distinguen entre ideologías, el de hoy apunta a mi país natal, donde se ha convocado una repetición de las votaciones para elegir el gobernador del estado de Barinas.
Sin que hubiera pasado un mes desde que la Corte Penal Internacional abriera una investigación sobre los supuestos (perdóneseme el cliché periodístico) crímenes de lesa humanidad llevados a cabo en Venezuela, el chavismo se impuso en unas elecciones regionales marcadas por una participación de poco más del 40%, el uso de fondos estatales en la campaña oficialista y una veintena de inhabilitaciones arbitrarias a candidatos. Ya los observadores de la Unión Europea y el propio Zapatero han emitido sus veredictos característicamente tibios y se han olvidado del tema mientras el régimen procura sumar una victoria más en la cuna de su difunto comandante, donde el aspirante opositor a la gobernación se enfrenta a una curiosísima inhabilitación retroactiva que se manifiesta en el momento en que se lleva la mayoría de los votos.
El error de siquiera participar en los comicios antecede toda la incompetencia estratégica de la oposición, ampliamente discutida y analizada. Que la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral inicien un proceso para regalarle la gobernación al chavismo debería suscitar todo tipo de reacciones menos la de sorpresa. Una situación
tan exagerada es la única en la que se puede llamar a la abstención masiva (lograda de todas maneras), que deja de ser un gesto fútil por parte de individuos aislados para volverse una condena contra la apariencia de legitimidad de una institución con unos niveles grotescos de corrupción. Es una manera, pero no la única de poner en la mesa algún tipo de represalia. Todo lo demás es seguir el juego, avalar la impunidad.
Sobran los ejemplos internos en otros países, como los sobreseimientos sucesivos de las causas judiciales en contra de Cristina Kirchner sin haber llegado a juicio, así como agresiones internacionales como los casos de Jamal Khashoggi y Sergei Skripal hace algunos años. El punto común es una absoluta indiferencia ante las posibles consecuencias, como si la clase política nos mirara a la cara y nos retara a responder. ¿Y acaso no tiene un tanto de razón en su insolencia? Las guerras culturales de moda ponen etiquetas para enemigos nebulosos que son más fáciles de identificar en el vecino y el familiar que en los administradores de los poderes ejecutivos y legislativos. Es fácil asegurarse una lealtad reticente de parte del electorado si “los otros son peores”.
En un momento donde el escalón más alto al que llega la hipervigilancia ciudadana es el de las figuras públicas del mundo del entretenimiento, los representantes políticos de la mayoría de las democracias a nivel mundial no suelen enfrentar mayor castigo que no ser reelegidos. Por eso se permiten tales barbaridades con tanta ligereza. Es probable que la única manera de revertir esta situación sea exigir un marco en el que un puesto de tal nivel conlleve una rendición de cuentas estricta y un riesgo real de tener que responder penalmente por sus acciones. Que tengan miedo a que les pregunten: ¿cómo se te ocurre? ¿No te da vergüenza?