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22 de marzo de 2021, 23:00:00

Lo inaceptabe

Venezuela ya no es un país libre de minas antipersonales. El enfrentamiento del domingo 21 de marzo entre militares venezolanos y guerrilleros en el estado fronterizo de Apure se saldó con la muerte de dos castrenses que fueron víctimas de los artefactos explosivos, además de un miembro de las disidencias de las FARC. No es el primer incidente con minas desde que el gobierno declaró en 2013 que habían desenterrado y eliminado todas las que se encontraban en el territorio nacional. Pero sí es el primero que ha lo obligado a aceptar que se pueden contar las minas junto al resto de los problemas y conflictos que asolan al llano. Tampoco sobra decir que los ataques, que han continuado a lo largo de la semana, son un efecto predecible de la proliferación de grupos paramilitares internacionales que cuentan desde hace años con la anuencia del poder estatal. Incluso la pandemia del coronavirus se mantiene en segundo plano comparado con lo que enfrentan diariamente los llaneros.

Para quienes prestan atención a una de las situaciones más delicadas del continente americano, el sabor a absurdo tiene cierta familiaridad, aunque eso no le quita lo amargo. Más allá del pasado deformado por la idealización o la condena, el retroceso es un patrón tácito que sigue la región desde antes de que naciera el nuevo milenio. Los miles de apureños que escaparon del conflicto por el río Arauca y las denuncias por las detenciones arbitrarias de campesinos tras los hechos forman parte del recrudecimiento irregular, pero continuo de la situación a lo largo del país. No tiene sentido seguir hilando una ristra de desgracias con más ejemplos. La reaparición de un aparato tan

perverso como lo es la mina antipersonal es una prueba más de que las consecuencias de la corrupción, la desidia y el desdén por la vida no tienen fondo. Lo que provoca es apartar la mirada.

Si bien los únicos que se esfuerzan por minimizar lo que pasó son los miembros del régimen, los venezolanos en otros países (o incluso otras ciudades, sin tener que alejarse tanto) no pueden sentir sino un golpecito sordo en una parte del alma donde ya no duele tanto como antes. La impotencia que se posa sobre la boca del estómago no es emocionante, es monótona. Desesperanza aprendida, la llaman algunos, como si fuera un experimento de condicionamiento de varios años. No se le conoce cura, pero muchos dejan de prestarle atención al país para no saber hasta dónde puede hundirse.

No creo que se pueda juzgar la decisión de desentenderse de Venezuela. Hace falta un mínimo de masoquismo para seguir mirando en su dirección. Lo que también es cierto es que informarse al respecto no es un acto inútil. El apoyo a periodistas, observatorios y defensores de los derechos humanos siempre tiene valor, desde lo simbólico hasta lo monetario. Pero la indignación que siempre debería generar una mina antipersonal es el primer motor que debe funcionar para que su existencia sea inaceptable. Igual que con muchas cosas más, aunque no sean tan obvias, aunque pienses que no es para preocuparse tanto. La corrupción y la crueldad prosperan en la ignorancia, y desatender el campo político es dejarlo listo para los inescrupulosos, incluso desde la distancia.

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