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6 de mayo de 2021, 22:00:00

Fada N´Gourma, Uagadugú, Madrid, Artajona

Hace poco más de una semana, el periodista navarro David Beriain fue asesinado junto con el cámara Roberto Fraile y el activista irlandés Rory Young en Burkina Faso. Dentro de la inmensa tragedia que supone su pérdida, el hecho de que un grupo yihadista lo matase mientras investigaba la caza furtiva tiene una ironía amarga. A él, que se metió en el bolsillo al cartel de Sinaloa, las FARC y las nuevas generaciones de la Camorra. Que recorrió Irak, Afganistán, Congo, Libia y tantos otros territorios como corresponsal de guerra. Como han dicho otros antes que yo (y con mayor elegancia), David representaba un baluarte de un cierto tipo de periodismo que, según los más pesimistas, se ha visto fatalmente mermado. No tanto por estar en el terreno y esquivar numerosos peligros, la parte más glamorosa de su oficio, sino por enfrentar a los sujetos de su investigación con cercanía, sin prejuicios, dispuesto a dejarse sorprender.

El silencio de los últimos diez días es muy diferente al que nos tenía acostumbrados el reportero artajonés. Por un lado, estaba la promesa latente de su último proyecto, de descubrir el lugar donde se le ocurría aparecerse. Los testimonios de sus documentales están cargados también de su silencio, el que ofrecía a sus entrevistados para que se soltaran y hablaran con confianza. Cuando callaba, David daba a entender que estaba escuchando, que los motivos y razonamientos de cada uno valían más que los que le endilgaran personas que no estaban en el cuarto. Esto importa mucho cuando le planteas preguntas a los que no están acostumbrados a responderlas, los que buscaba David, donde fuera que estuvieran. Este periodismo, que llega con ojos y oídos nuevos a todos lados, es más actitud que técnica. Es lo que necesitamos justo ahora, cuando asumimos que sabemos todo sobre lo que somos y sobre los que concebimos como nuestros. Cuando nos acostumbramos a pensar más como grupos que como individuos.

Que un solo periodista cometa un error o una maldad no es tan grave como cuando muchísimos lo hacen igual de mal. Por el contrario, las informaciones de un buen equipo no pueden ser valoradas con cifras y métricas si alcanzan los estándares éticos más estrictos. El impacto en la vida de cada miembro de la audiencia es la medida del logro; la conquista de sus mentes y corazones, el máximo triunfo. Es una meta imposible para quien se rehúsa a reconocer la humanidad del otro.

El buen periodismo enfrenta amenazas en todo el mundo a su economía, su prestigio y, como se nos recuerda de tanto en tanto como un martillazo en la sien, las vidas de sus profesionales. Una prueba más de esto es la desaparición de Olivier Dubois en Mali, de quien tenemos un video de 21 segundos como única prueba de vida. Es un caso igual de extremo que muchos otros, pero los ataques de la clase política, que vive despotricando contra "los medios de comunicación", también son un peligro tanto para los periodistas como para las sociedades informadas. Por eso, este momento de recogimiento y luto es valioso para todos los que buscan vivir en un mundo mucho más grande de lo que admitirían otros, para quienes defienden el mérito de las historias que nacen del conocimiento adquirido con esfuerzo y cuidado.

En contra de tantos movimientos y doctrinas que predican la división y la otredad del contrincante (como pudimos observar en la temporada electoral), cito a David: "Hay que aprender a mirar porque no sabemos mirar. Hay que aprender a escuchar; no estamos dispuestos a escuchar, preferimos escucharnos a nosotros mismos. Hay que pararse a pensar en un mundo que no se para a nada".

Paz a los restos y las almas de David Beriain, Roberto Fraile y los otros seis periodistas asesinados en 2021.

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