Para quien se atreve a recorrer sus páginas, Las memorias de Mamá Blanca es un libro lleno de plantas y naturaleza, personajes histriónicos y escenas familiares encantadoras, al mismo tiempo que inquietantes y desgarradoras. Teresa de la Parra hace con este texto un manual práctico sobre cómo navegar las aguas de la memoria infantil, un retrato de la importancia de los recuerdos que elegimos tener presentes, y nos da una muestra de la riqueza literaria que nos ofrece trabajar desde la memoria, al mismo tiempo que nos presenta una pintura expresionista de la sociedad venezolana de finales de siglo XIX, que presagiaba un cambio inminente.
La diferencia entre memoria y recuerdo
Lo primero que hizo Teresa de la Parra para enseñarnos cómo funciona la memoria fue responder a la pregunta de qué es la memoria. Lo hizo de forma tangible y práctica, sin explicar más de la cuenta: separó momentos puntuales y representativos de la infancia de Mamá Blanca, una señora amigable, sensible, artista, pero completamente sola. De la Parra organiza los recuerdos de esta protagonista de tal manera que ellos, junto con los personajes que van apareciendo (y a los que les dedica capítulos enteros), nos cuentan los episodios clave de la etapa más determinante de la vida de ella: su infancia. En ella transcurre el crecer en medio del campo junto a sus cinco hermanas, sus padres, y una seria de empleados y trabajadores de la finca, hasta el momento en que esa vida, la naturaleza, la tranquilidad y la riqueza desaparecen por completo. Así hace una distinción muy clara entre recuerdo y memoria y la relación que hay entre estos dos conceptos, uno codependiente del otro, siendo la memoria la contenedora que comprende momentos trascendentales y simbólicos para la construcción de la identidad personal.
El retrato personal y social
A partir de estos capítulos, además, se construye una memoria concreta, una que tiene una doble función: por un lado, definir a este personaje, conocerlo mejor, y mostrar los efectos de la infancia en la madurez del ser humano, al mismo tiempo que hace de la vida de este personaje una representación y retrato de la sociedad que la enmarca, esa Venezuela de mediados de siglo XIX y comienzos de siglo XX. “Teresa de la Parra hace una evocación melancólica por un tiempo perdido: la venezuela de finales del siglo XIX, en el que la tradición y el costumbrismo se enfrentan a los retos de la modernidad”, precisa Juan Pablo Rodríguez Méndez, prologuista de la edición de Graviola de "Las memorias de Mamá Blanca" sobre aquel evento social que queda plasmado en la novela de la autora venezolana al mismo tiempo que lleva al lector por una serie de eventos encantadores, familiares, a ratos nostálgicos y tristes, que resuenan con la idea de la infancia y la pérdida de la inocencia frente un mundo cambiante.
Las formas de la memoria
Finalmente, De la Parra hace de la literatura y la memoria una pareja de juego inagotable para los formatos y los estilos. A partir del planteamiento de contar una historia escrita desde la distancia, la narradora utiliza formas de narración que nos recuerdan al diario: “Un día triste, un día aciago, un día negro, ocurrió un drama en el corralón”, inicia un capítulo para adentrarnos con inmediatez en el recuerdo de lo vivido; pero al mismo tiempo esa narración confesional del diario pasa a la forma de una carta: “Sí, mi señor don Juan Manuel, tu perdón silencioso era una gran ofensa, y, para llegar a un acuerdo entre tus seis niñitas y tú, hubiera sido mil veces mejor el que de tiempo en tiempo les manifestaras tu descontento con palabras y con actitudes violentas”, le escribe a su padre, uno que ya no está, después de repasar un episodio que evoca en ella, la narradora, esta reflexión. Esto, evidentemente, no es un capricho, sino una muestra del dominio de la autora sobre el recurso de la memoria, donde la retrata a través de la comunión entre el contenido y la forma.
